Que el Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos no haya sido capaz de derogar la ley de seguridad ciudadana, más conocida por su contenido como ley mordaza, es algo más trascendente que un nuevo incumplimiento de los compromisos asumidos por Pedro Sánchez en su discurso de investidura. Que el gobierno más progresista de la historia no haya tenido el coraje de revocar el más furibundo ataque legislativo a las libertades y derechos fundamentales que se ha perpetrado en los últimos cuarenta años significa que la regresión democrática impulsada por el Gobierno de Mariano Rajoy se ha consolidado como irreversible.

Estamos y seguiremos en un estado policial en el que cualquier expresión de protesta o disidencia podrá ser reprimida arbitrariamente. Y lo que más sorprende, indigna y lo confirma es la escasa atención mediática que ha recibido ese triunfo del autoritarismo. Sólo hace unas semanas se han escrito páginas y páginas sobre las polémicas y los desacuerdos en torno a leyes sectoriales y, en cambio, de la ley mordaza, que amenaza a todos, también los medios convencionales han pasado de puntillas, confirmando que la opinión publicada también está hipotecada en los asuntos de estado. "Democracy dies in darkness", afirma cada día The Washington Post en su frontispicio. Efectivamente, la democracia muere en la oscuridad.

Observemos la evolución de los eventos. La ley mordaza “es una vuelta al estado policial que instaura, además, el derecho administrativo sancionador del enemigo. Su objetivo es sancionar al disidente, al que protesta, al considerar que quien protesta altera, no la seguridad, sino la ‘tranquilidad pública’, que, por otra parte, es un valor sin concreción constitucional. Esta ley habilita a la policía para el ejercicio de poderes exorbitantes de inspección, retención, investigación, represión y sanción mediante la penalización de ciertas conductas. Se atribuye a la policía poderes fundados en meros indicios y sospechas, que desplazan las garantías judiciales, y que sufren un margen enorme de discrecionalidad (...) El derecho se emplea como instrumento para proteger y asegurar la actuación policial en margen de los controles judiciales. Supone una inversión del orden constitucional, al situar como principal objetivo de las funciones de la policía la seguridad ciudadana y no el libre ejercicio de los derechos fundamentales. Instaura un derecho administrativo sancionador preventivo fundamentado en sospechas y dirigidas a generar desánimo en el ejercicio de derechos fundamentales...”. Esto no es un manifiesto de activistas, es el argumentario literal del PSOE que todavía puede encontrarse en la red. Por ello, Pedro Sánchez se comprometió en 2015 a “derogar la ley mordaza en cuanto entremos en el Gobierno”. En 2020, en su discurso de investidura reiteró su compromiso al “derogar” la ley defendiendo “una noción de libertad incompatible con la ley mordaza”.

Que el gobierno más progresista de la historia no haya tenido el coraje de revocar la ley mordaza, el más furibundo ataque legislativo a las libertades y derechos fundamentales que se ha perpetrado en los últimos cuarenta años, significa que la regresión democrática impulsada por el Gobierno de Mariano Rajoy se ha consolidado como irreversible

Muy pronto, de la derogación se pasó a la reforma que se ha ido posponiendo hasta el último año de la legislatura, y que finalmente ha quedado en nada. En el colmo del cinismo político, se presentó una reforma que consolidaba los aspectos más agresivos y retrógrados de la ley del siniestro ministro Jorge Fernández Díaz. La intención no ha sido otra que provocar el rechazo de los aliados parlamentarios y utilizarlo como pretexto para dejar las cosas como las dejó el Partido Popular. Y aquí cabe preguntarse por el papel adoptado por Unidas Podemos. Tan reivindicativos que eran hace una semana, en este caso que afecta a las libertades y derechos fundamentales de todos, han callado y han otorgado. Si alguna esperanza generaba la presencia de Unidas Podemos en el Ejecutivo era precisamente para revertir la involución democrática. Era en esta ocasión donde el grupo que representan en el Ejecutivo Yolanda Díaz e Irene Montero tenía la ocasión de demostrar su compromiso con el cambio, pero ha quedado claro que con los asuntos de Estado no hay margen para nadie. La organización política que lideró Pablo Iglesias se llamó Podemos y gritaba contra la resignación. "Sí, se puede", decían. Seguramente por eso también fueron víctimas de la guerra sucia organizada desde las cloacas del Estado. Sin embargo, han claudicado en lo fundamental. Ahora ya es seguro que se cambiarán el nombre después de asumir en silencio que "no se puede y no podemos".

La cuestión es ¿por qué no se puede? Ni que decir tiene que en España, desde el franquismo, las policías, como los militares, siempre han sido un poder fáctico, pero durante el mandato de Rajoy y Fernández Díaz, a consecuencia del proceso soberanista catalán, el protagonismo represivo de la Policía Nacional y de la Guardia Civil alentó a los mandos y a los sindicatos policiales dominados por la extrema derecha a hacerse valer como vanguardia patriótica. Las políticas del Gobierno Rajoy en connivencia con el búnker judicial siempre estuvieron dirigidas a fortalecer los mecanismos represivos. Aun así, la figura estrambótica de Fernández Díaz, que concedía condecoraciones a Nuestra Señora María Santísima del Amor, nunca fue considerada por las cúpulas policiales. Se creó enemigos entre los mandos que, incluso para provocar su caída, le grababan las conversaciones en su propio despacho, como cuando el ministro maquinaba la guerra sucia contra los políticos de Convergència i Unió. Superado por los funcionarios, el ministro aseguró su supervivencia ensanchando los privilegios de las cúpulas y repartiendo fondos reservados a raudales.

Quizás era ingenuo esperar que un gobierno de coalición de las izquierdas españolas revocara el “todo atado y bien atado” del testamento de Franco, pero si ahora no se ha hecho, significa que no se hará nunca y sin esperanzas no hay futuro en un país donde resulta tan arriesgado tropezar con un delincuente como con un policía que esté de mal humor

Cuando Pedro Sánchez ganó contra pronóstico la moción de censura a Rajoy, el monstruo policial de poder paralelo ya había crecido considerablemente, tanto era así que el nuevo jefe de Gobierno nombró a Fernando Grande-Marlaska ministro del Interior. Fue un nombramiento sorprendente para un gobierno progresista, porque Marlaska se había dado a conocer como juez de los considerados inequívocamente afines al Partido Popular. En sectores progresistas, el nombramiento ya se consideró una imposición del deep state y una claudicación. El tiempo les ha dado la razón. Pese a algunos conflictos internos con los mandos policiales como suele ocurrir con todos los ministros y algunos gestos folclóricos, en lo fundamental la gestión del ministro Marlaska ha sido continuista. No ha habido caso de abuso y brutalidad policial que no haya contado con el aval del ministro. Incluida la tragedia de Melilla cuando perdieron la vida veintitrés inmigrantes. Varios medios internacionales han publicado pruebas que desmienten la versión oficial del ministro exculpando a las policías españolas, versión que repetirá ante el Parlamento Europeo, que le ha exigido explicaciones. La impunidad policial, el espionaje de adversarios políticos y la infiltración en entidades de defensa de las libertades civiles ha sido una práctica continuada e incluso reivindicada por el ministro. Y, por supuesto, ha sido Fernando Grande-Marlaska, asumiendo las funciones de delegado de los poderes fácticos del Estado, el encargado de impedir primero la derogación y después la reforma de la ley mordaza.

Existe un detalle simbólicamente significativo del poder de la policía. En Barcelona ha surgido la iniciativa de trasladar la jefatura de Via Laietana y transformar ese edificio siniestro en un espacio de memoria sobre la represión y la tortura durante el franquismo, pero los policías están orgullosos de su pasado, se han negado en redondo y el Gobierno ha claudicado. En la Via Laietana sufrieron en propia carne el ensañamiento de la dictadura Joan Reventós y Raimon Obiols, padres del actual PSC. Entonces, socialistas y comunistas gritaban en la calle “la policía tortura y asesina”. Ahora el partido de Reventós y Obiols, por indicaciones ajenas, no se ha atrevido a apoyar la iniciativa avalada por el Ayuntamiento de Barcelona. Ni un cambio de edificio están dispuestos a aceptar los policías, y las instituciones democráticas han reaccionado agachando la cabeza.

Quizás era ingenuo esperar a que un gobierno de coalición de las izquierdas españolas revocara el todo atado y bien atado del testamento de Franco, pero si ahora no se ha hecho, significa que no se hará nunca y sin esperanzas no hay futuro en un país donde resulta tan arriesgado tropezar con un delincuente como con un policía que esté de mal humor.