Las fechas veraniegas en las que nos encontramos me han llevado, durante unos días, a Bordeaux. Un destino que me ha hecho pensar, por varias razones, en mi ciudad, Barcelona. Nací, vivo y trabajo en Barcelona y, a pesar de eso, o precisamente por eso, la adoro y sufro de múltiples maneras. Convendremos —diría que sin necesidad de polarizarnos demasiado— que desde hace ya bastante tiempo la ciudad condal se ha metido en unos procesos de desdibujamiento colectivo que, debidamente sumados y dramáticamente retroalimentados, nos ofrecen una fotografía panorámica de ella no del todo alentadora: tenemos, por un lado, el monocultivo de un turismo masificado más preocupado por reservar una ruta de alcohol barato que una entrada para el MNAC; por el otro, un ya desenvuelto "negacionismo" de la extinción de la lengua catalana en tierras barcelonesas, que se manifiesta, incluso, a través de paradójicas, distópicas y quirúrgicamente subvencionadas —por el Ayuntamiento, claro está— obras de teatro —Esas latinas—; añadiría, también, solo para ofrecer una pequeña muestra de preocupaciones significativas, qué insuficiente o poco acertada es la preservación y promoción pública de las riquezas culturales e históricas que, sin duda, atesora la ciudad. En todo esto y otras cosas de Barcelona, me ha hecho pensar la observación directa y vivida, estos días, de Bordeaux. He captado algunas pulsaciones, en las que, tal vez, podríamos reflejarnos, los barceloneses, para, quién sabe, poder revertir en parte —o desacelerar, como tanto gusta decir hoy en día— alguno de estos procesos despersonalizadores tan nocivos por los que transitamos.
No haré —quede dicho esto, muy alto, de entrada— ni un elogio de Burdeaux, ni un tombeau de Barcelona. En absoluto. No he llegado, tampoco, observando Bordeaux, a ninguna receta mágica que nos conviniera aplicarnos, como si se tratara de una calcomanía. Solo quiero trasladar, en forma de pinceladas, unas impresiones que me ha generado la observación de una ciudad, Bourdeaux, desde el prisma de otra, Barcelona. La primera: Bordeaux es, cierto, una ciudad más pequeña que Barcelona, pero no tan pequeña. Ambas han sido, a lo largo de la historia y a su manera, ciudades progresistas. Son muy turísticas, pero diría que la francesa ha sabido preservar mejor su espíritu, su autenticidad, que la catalana. ¿Cómo? No es fácil decirlo. Quizás, gracias a la arquitectura, a los uniformes e inconfundibles tonos ocres suaves que erigen casi todos los edificios y con los que la ciudad se construye un escudo protector que le permite enfrentarse, con éxito, al embate estético del turismo. Barcelona debería buscar, creo, su elemento "protector". Quizás igualmente en la arquitectura. Tenemos y buena. Seguramente también debería contener mejor —con medidas coactivas, por supuesto— los destrozos visuales que perpetran los interminables, infames e infectos carteles de publicidad de todo tipo —especialmente de restauración—, que no solo agreden la vista al indefenso barcelonés que no puede dejar de verlos, sino que con frecuencia impiden, directamente, la deambulación normal por las aceras. Los rótulos de los propios locales son harina de otro costal igualmente dramático. Yo empezaría la tarea de "reconquista" estética por las imágenes de comida —luminosas, a todo color y con texto en castellano— que todavía prostituyen la base del edificio del Ateneu de Barcelona. Es una tarea magna que requerirá muchos años, pero que vale la pena emprender.
¡Las librerías de Bordeaux! Qué maravilla: la interminable Mollat, toda una «estructura de Estado»; La Machine à Lire, que acoge miles de libros en una acogedora cueva a la que solo le faltan las botas de vino; la extrañísima La Mauvaise Réputation, solo para lectores curados de espantos; o la sorprendente La Nuit des Rois, donde podrás encontrar lo que menos te esperas; no nos olvidemos, por fin, de la más alejada, Librairie Olympique, pequeña pero con una selección de libros impecable, una excusa perfecta para conocer lo que creo que es el barrio más interesante de la ciudad, el que recorre la Cours Portal. Barcelona también tiene, por supuesto, librerías muy buenas. ¡¿Qué decir de La Central?! Pero quizá habría que construir más. O más potentes. Ona Llibres apunta en la buena dirección. Pero falta algo más. Bueno, es solo una sensación.
A Barcelona le iría bien, creo, rebajar su megalomanía centralista y abrumadora y, en parte, aniquiladora de todo lo catalán
Un aspecto que me ha hechizado de Bordeaux es la "conciencia de polo de región" que tiene. Sobre todo, respecto al mundo de los vinos. Sí, me ha llamado la atención cómo reconoce y fomenta los particularismos de cada una de las regiones de vinos de Bordeaux —el Médoc, el Entre-Deux-Mers, Graves, Libournais..., ¡y las respectivas subregiones!—, con su propia personalidad, manifestada, sin duda, en cada vino. Lo hacen, en buena parte, para ganar dinero, evidentemente. ¡Pero también hay que ganar dinero, en esta vida! A Barcelona le iría bien, creo, rebajar su megalomanía centralista y abrumadora y, en parte, aniquiladora de todo lo catalán. Valorar más y fomentar —¡no folclóricamente, claro está, sino en serio!— todo lo que de particular proviene de su "región", la nación catalana. Ampliar el horizonte de los particularismos catalanes ayudaría también, seguro, a diluir el impacto mortífero de este turismo tan destructor, que solo busca ideas, mensajes y souvenirs a la vez simplificados y simplificadores. Sí, la asunción convencida y la defensa activa de esta diversidad y heterogeneidad catalana podría, creo, fortalecer Barcelona de todos los embates a los que debe hacer frente, día tras día, y que no son pocos.
Lo dejo aquí. Como decía, eran solo unas impresiones. Vete a saber si injustificadas. Me atrevería a sostener, sin embargo, y aquí sí con contundencia, que no les iría nada mal, a los responsables de la cosa pública barcelonesa, pasar unos días en Burdeaux. Para observarla. Para inspirarse en ella, en el sentido que sea. En el camino de regreso, entrando ya en el Principat, he visto, mientras conducía, que al rótulo de la estación de servicios Porta Catalana —que siempre había servido y sigue sirviendo de rótulo de bienvenida— le falta la P de Porta. Ahora leemos Orta Catalana. No sé si Francia lo permitiría, esto. Es cierto que su sur está algo descuidado. Pero también deberíamos enderezarlo, diría. Tenemos mucho trabajo por hacer. Feliz verano.