Al polvorín argentino solo le hacía falta el doble clic de una Bersa 32 para hacerle de mecha. Afortunadamente, la bala que tenía que perpetrar el magnicidio no salió del cañón, pero el intento de asesinar a la expresidenta y actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner ha hecho explotar toda la munición acumulada durante estos últimos años. Argentina hierve, totalmente polarizada entre el peronismo, ferozmente controlado por el kirchnerismo, y la oposición creciente, dividida, pero cada vez más fuerte. Solo hacía falta, pues, la acción violenta de un solo personaje, para abrir una caja de Pandora, de consecuencias imprevisibles.

No se sabe qué movió al presunto criminal a intentar matar a la expresidenta, ni de qué agujero oscuro salió, aunque determinados símbolos nazis tatuados en su cuerpo podrían dar algunas pistas. Pero lo que sí se sabe es que este hecho violento, en principio individual, añade crispación a una sociedad que está en el umbral de la confrontación civil. Y es tal el nivel de frontismo, que minutos después del intento de asesinato, las redes argentinas ya disparaban dos relatos contradictorios, destinados a chocar: desde los seguidores oficialistas, se utilizaba el intento de atentado para acusar a la oposición de atizar "discursos de odio" y, en consecuencia, ser la mano que habría mecido la cuna; y desde los antikirchneristas, se alimentaba la idea de que había sido un montaje para salvar los muebles a una Cristina que está asediada por sus escándalos de corrupción. El hashtag, #NoLesCreoNada hacía furor.

El peronismo ha demostrado que piensa utilizar el atentado sin ningún pudor, como una herramienta para atizar el estómago de las masas, criminalizar a los opositores y convertir a la lideresa Cristina en santa y mártir

Más allá de las redes, en la primera línea política parecía que imperaba la prudencia, cuando menos por parte de una oposición que, desde el primer momento, condenó los hechos con contundencia. Pero este espejismo de "normalidad" se rompió muy pronto por parte del gobierno, que no ha tardado ni un respiro en utilizar burdamente el intento de atentado para criminalizar a la oposición y polarizar todavía más la situación política. Si el peronismo argentino siempre ha sido populista (mussoliniano, desde el inicio), ahora ha desatado su cara más mesiánica y demagógica. Solo faltaba un atentado para poder desarrollar un victimismo histriónico y alarmante, que tiene como único objetivo la limpieza de las miserias de Cristina y el mantenimiento feroz del poder.

Los hechos son inapelables: Cristina Fernández de Kirchner ha protagonizado presuntamente el escándalo de corrupción más importante de la historia latinoamericana, con una escenografía propia de una república bananera: maletas llenas de dinero, mordidas, cajas de seguridad, compras masivas de terrenos, aviones... El resultado: una fortuna multimillonaria que la ha convertido en una de las grandes terratenientes del país (hijos incluidos), con un patrimonio estratosférico, que sería imposible conseguir con su sueldo público. Y todo eso en un país rico en recursos, que, sin embargo, tiene severas bolsas de pobreza. Hasta ahora la expresidenta se había ido zafando de la justicia, pero a partir del momento en que ha chocado con un fiscal honesto que abiertamente la acusa de corrupción y le pide doce años de prisión, se han abierto las puertas del infierno. "No es un juicio contra Cristina, es un juicio contra el peronismo", han llegado a verbalizar en un intento de convertir una causa de corrupción masiva en una causa de persecución política. Si se añade el éxito de la oposición, ganadora rotunda de las elecciones de hace diez meses, el histerismo del oficialismo ha llegado al paroxismo, y las campañas contra la oposición, contra la prensa crítica y contra los jueces han sido una auténtica caza de brujas. El último episodio, la amenaza velada del presidente Fernández al fiscal que acusa a Cristina, cuando llegó a insinuar que podría pasarle lo mismo que al fiscal Nisman. Fiscal, no olvidamos, que fue asesinado después de acusar a la entonces presidenta Cristina. No hay que decir que nadie ha sido juzgado por su asesinato.

La derivada kirchnerista ha llevado al país a una situación insostenible de ahogo donde no tienen cabida ni las ideas avanzadas, ni las iniciativas imaginativas, ni el pensamiento crítico. Es un proceso de destrucción de la ciudadanía, despojada de individualidad y convertida en masa

Si hasta ahora la situación ya era irrespirable, especialmente a partir de los éxitos que va teniendo la oposición, es inimaginable hasta dónde se llegará después del atentado. De momento, el peronismo ha demostrado que piensa utilizar el atentado sin ningún pudor, como una herramienta para atizar el estómago de las masas, criminalizar a los opositores y convertir a la lideresa Cristina en santa y mártir. De hecho, el martirologio ya lo empezaron con manifestaciones de apoyo delante de su casa en Recoleta, a raíz del inicio de la causa, pero después de la acción violenta, han llamado a ocupar la calle, en una demostración fasciszante de mesianismo hacia Cristina, que resulta muy preocupante. Su propio hijo, Máximo Kirchner, ya llegó a decir que los opositores de Cristina estaban "viendo quién mata al primer peronista", como si los opositores no fueran críticos políticos, sino terroristas. Y ahora ya se sienten legitimados para cargar contra cualquier crítica a la expresidenta, tildando a todos los críticos de "derecha gorila", y asegurando que "la propagación de los discursos de odio" es responsable del ataque. Es decir, la oposición, los periodistas, los fiscales que no bailan al sonido oficialista, convertidos en herejes; no en balde, Cristina es el Mesías, el peronismo, la religión y la verdad oficialista, el dogma de fe.

Argentina está al umbral del colapso, no solo económico, sino moral, intelectual y político. La derivada kirchnerista ha llevado al país a una situación insostenible de ahogo donde no tienen cabida ni las ideas avanzadas, ni las iniciativas imaginativas, ni el pensamiento crítico. Es un proceso de destrucción de la ciudadanía, despojada de individualidad y convertida en masa, una masa que aplaude, elogia y sigue a la lideresa, sin hacerse preguntas. En realidad, es la mutación de la democracia en despotismo encubierto, un proceso de degradación de las libertades que solo puede conducir al abismo.