Tras mofarse del referéndum por imposible y escasamente realista, la próxima táctica de españoles y demás amantes de la burocracia con tal de impedir la votación será poner en duda o difuminar su carácter democrático. Los teóricos de la participación viajarán a Colombia, Reino Unido e incluso a Tailandia para recordar como muy a menudo los referéndums conllevan decisiones terribles a ojos de la comunidad internacional o un retroceso en la calidad democrática de un determinado país. Lejos de la parodia, las nuevas excusas estarán servidas con salsa académica: que si los referéndums imponen una lógica binaria para solucionar temas de gran complejidad, que si las votaciones sólo pretenden confirmar aquello previamente tramado por los poderosos, que si los resultados responden a pulsiones contingentes como el enfado de la población o incluso a factores volátiles como la crisis, la meteorología y que tal y que cual. 

Posteriormente al Brexit, el escritor flamenco David van Reybrouck ya propuso substituir el sistema referendario habitual por un retorno a la dinámica grecorromana, según la que se podían dirimir las grandes decisiones políticas mediante un proceso abierto de diálogo entre la clase política y un reducido nombre de ciudadanos escogidos por sorteo. Van Reybrouck pensaba en idear una especie de Gran Hermano con jurado popular previa loto en el que los ciudadanos debatieran sus inquietudes y prejuicios con representantes y técnicos para incentivarles así un voto de mayor madurez ante una cuestión candente como el Brexit o el acuerdo de paz con las FARC. Como cualquier ocurrencia ideada para matizar el voto del pueblo, el invento de Van Reybrouck y la nostalgia por una democracia intelectualizada se justificaba solamente con el esfuerzo por disimilar el prejuicio de aquellos que piensan que los electores son retrasados mentales. 

Si algo tiene de particular el sistema democrático es la inclusión de todas las facetas de la conducta humana de forma equitativa en sus decisiones y, por lo tanto, la fantástica capacidad de admitir por igual el valor de un voto que surja de un proceso deliberativo como del mero capricho e interés. Todos querríamos ser votantes regidos por una deliberación casi profesional y madurada con el máximo nivel de conocimiento posible, pero exigir que un plebiscito nazca de la razón pura sería tan abusivo e irreal como obligarnos a fundamentar hasta las decisiones más transcendentales de la vida en una virtud ética impuesta. Diferenciar las intenciones loables y el cálculo racional del resultado imprevisible de una votación es una de las mejores invenciones del sistema democrático y, de hecho, la forma más zafia de pervertirlo es que unos pocos decidan qué es meditado o instintivo a la hora de formatear ciudadanos ejemplares.

Que los progres españoles mostraran tanta agresividad contra los votantes favorables al Brexit, tachándoles de viejunos desinformados y egoístas provincianos, no es un hecho nada casual y explica perfectamente el fenómeno tan cansino de este tipo de demócrata ilustrado que no sólo pretenden decidir qué se vota sino la propia metodología de las decisiones. Imponer una deliberación siempre significa imponer una forma de deliberación: presentar una democracia virtuosa siempre esconde el deseo de imponer una virtud perversa. Primero te dirán que no puedes votar y después que no estás preparado para hacerlo porque tu decisión podría ser errónea o sin fundamento. Votar es de zopencos, ya ves: esa va a ser la próxima lección de los ilustrados que velan por tu salud mental. Vaya gentuza. Cuanta paciencia.