Como esto de ampliar la base indepe también debe abarcar a los ciudadanos que abrazan la cultura islámica, esta última semana los capataces de Esquerra se han dedicado a promocionar el corte de un vídeo de Els Matins en TV3 donde la activista y diputada de ERC en el Parlament, Najat Driouech, defendía el uso del hijab con interesantísimo argumentario: “El velo es una pieza de ropa –afirmaba Driouech– y tiene el significado que le quieras dar; puede ser religioso, identitario y también machista cuando es impuesto, pero también es un acto de libertad.” Dejando claro que no hay coacción tolerable y añadiendo que procede de un entorno netamente matriarcal, la diputada explicaba también que decidió llevarlo cuando murió su abuela y sus valores “se tambalearon”: con seguridad marmórea, adjetiva la acción como un hecho “personal, muy meditado y no impuesto.”

Formar parte o adoptar pautas y creencias de una cultura determinada nunca es una decisión enteramente libre ni, sobre todo, no debe estudiarse como fundamentada en el arbitrio. Así sucede también con los resultados físicos-corporales de una tradición heredada: nadie decide vestirse, comer o follar de una forma concreta, y hasta los cambios radicales de apariencia que pretenden exhibir una determinada militancia política (como la estética butch con la que muchas lesbianas de los setenta se vestían como hombres para resaltar frívolamente la contingencia entre género y sexo; léase Judith Butler, Gender Trouble), estas transformaciones siempre se acogen a una cita previa de pautas que alguien ya pensó. Ponerse velo o ir en vaqueros no es una decisión enteramente libre ni individual, y justamente por ello debe evaluarse desde el grado de libertad que provoca, no de lo que es causa.

Uno de los grandes filósofos de Esquerra en Twitter, Joan Tardà, defendía a su compañera de militancia comparando el acto de taparse el coco con velo con el de comer bacalao en Cuaresma, llevar un gorro Nike o el famoso colador que los pastafaris se colocaban en la testa. Todo ello son fenómenos culturales impuestos por unas pautas (y el capitalismo, en el ámbito comercial, impone algunas con mucha más fuerza que las deidades), pero remiten a objetos que no tienen el mismo resultado castrador en su vejación, porque ni el bacalao ni las gorras han provocado una discriminación religiosa que tiene la particularidad de aplicarse sólo a la melena femenina. ¿La sociedad del capital ha cosificado a la fuerza el cuerpo de la mujer, con igual opresión al velo? Correcto, pero su liberalismo resultante le ha regalado muchísimos más instrumentos para quitárselo.

Formar parte o adoptar pautas y creencias de una cultura determinada nunca es una decisión enteramente libre ni, sobre todo, no debe estudiarse como fundamentada en el arbitrio

De hecho, si la señora Driouech puede llegar a pensar que el acto de ponerse en la cabeza una tela que veja y todavía coacciona a millones de mujeres en el mundo (una gracia divina que, insisto, es curiosamente mucho más laxa en los machos y sus greñas) es gracias a la sociedad liberal derivada del ateísmo, la única –como explica el filósofo Slavoj Žižek– en la que uno puede creer y vestirse como quiera con garantías de no ser excluido, ponerse una Nike cuando pegue el calor o comer bacalao cuando le apetezca. Como liberal, faltaría más, abrazo que todo el mundo marque su cuerpo como quiera, pero de ahí a la equiparación de esconder parte del cuerpo a perpetrar un acto performativo con un colador en la testa hay una diferencia de libertad resultante que hasta el pobre Tardà puede entender si se esfuerza y deja de bajar el listón de la inteligencia para ensanchar la tontería.

Que lejos queda, estimados lectores, aquella izquierda anticlerical que velaba porque las mujeres pudieran bailar desnudas, alejada del tapado, y que tenía la valentía de detectar rápidamente la imbecilidad con tanta agudeza, y más cuando venía de la cosa beata. Como habéis cambiado, republicanos, y que mal os está haciendo esto de pretender quedar bien con todo el mundo.