Supimos del reciente suicidio de Verónica Forqué por los titulares y tuits habituales en los que decían "haber encontrado a la actriz muerta en su casa", con aquel aire de extrañas circunstancias tan propio de la insoportable olla de eufemismos en la que vivimos. Por muchos maratones nauseabundos que programe la televisión pública catalana sobre las enfermedades mentales, y por mucha pornografía emocional que se ponga, el estigma de la depresión y del suicidio todavía campa castrado por el mundo del periodismo. Así también en el lenguaje del común, que el lunes fingía sentirse golpeado por el traspaso de Forqué mientras hacía cuatro días todavía se burlaba de ella llamándola "histérica" y "chalada" o, directamente, situándola irresponsablemente delante del ojo de un reality show culinario espantoso, sabiendo que la actriz no estaba en el estado mental y físico que implica la exposición y el movimiento propio de un programa televisivo de máxima audiencia.

Resulta imposible que los autores de este bodrio de ególatras fogoneros (comprenderéis que me ahorraré escribir el nombre del programa; no por miedo, sino por asco) no supieran del estado anímico y mental de la actriz. Pero prefirieron mojar pan en el rédito de caricaturizar a una artista y de hacer pasar por friqui a una persona que, simplemente y como ya había hecho notar en varias entrevistas, no estaba del todo sana. Ahora los mismos que han ayudado a hacer pornografía del dolor fingirán vivir compungidos durante unos días, pero dentro de muy poco, no lo dudéis, volverán a hurgar en la agenda para buscar a una nueva presa y permitir que la televisión pública sufragada por todos sea cada día más fangosa. No es extraño que el mismo canal que había colaborado a deformar el alma de Forqué no tuviera los santos cojones de explicar que se había suicidado; quien no tiene misericordia suele ser cobarde.

El suicidio no se tiene que escarnecer ni promover. Basta con entenderlo, descriminalizarlo y, llegado el caso, ayudar a perpetrarlo con la máxima alegría

Hay que naturalizar el suicidio, y la primera forma de hacerlo es escribir la palabra sin miedo y, si hace falta, recordar la definición del diccionario: "quitarse voluntariamente la vida". Después tenemos que entender que matarse puede ser causa de una vida invivible y hacer lo posible para ayudar a la gente que sufre una depresión. Cuando escribo ayudar no quiero decir que pongamos cinco euritos de mierda en el cojones de maratón de turno que trata la depresión como un videojuego, sino que empecemos a tratar a la gente que sufre problemas mentales como adultos, sin paternalismos ni mandangas. Después, ya que estamos, tendríamos que intentar dejar la broma fácil de burlarse de una persona que necesite terapia o pastilla para levantarse de la cama e integrar a los que sufren por mucho que nos dé pereza o nos pidan un tipo de amor y de atención que no acabamos de entender del todo. Y por encima de todo, sobra decirlo, no los tendríamos que poner delante de una cámara de tele.

Eso serían actos de mínimos, pues, ya puestos a hacer, podríamos hacer una dieta de moralina y comprender que el suicidio puede ser un acto bien meditado, la decisión intransferible de alguien que cree haberlo vivido todo y que (no para evitar la decadencia, sino para alejarse del aburrimiento) decide poner fin a la carrera. Cuando la humanidad lucha infantilmente por alargar la vida hasta límites robóticos, yo reivindico el gesto de aquellos humanos que, modestamente, piensan que ya han tenido bastante. La civilización se habrá alcanzado cuando esta decisión racional de matarse se pueda perpetrar sin tener que volar por la ventana de casa ni freírse el estómago a base de narcolépticos. Recordar que el suicidio es racional no implica hacer aquello que los cursis denominan "efecto llamada" y afanarse para que todo el mundo se destripe la carótida. Comporta, simplemente, reclamar que queremos tener la potestad de cerrar los ojos a voluntad.

Camus tenía toda la razón del mundo cuando dijo que, en filosofía, todo son filigranas mentales que nos facilitan el entretenernos de la cuestión primordial sobre el suicidio. Shakespeare hace bien de reírse de Hamlet en su famoso monólogo, porque la cuestión no es si ser o no, pues ser ya lo somos de serie, sino si continuar vivos o dejarnos morir. Servidora ha vivido siempre con la tara de asociar la vida al sufrimiento. No bajemos el ánimo: me lo he pasado de coña, he patinado por el hielo de Manhattan con plumas de plata y he probado la sal de las princesas más bellas de la tierra. Sin embargo, cosas del carácter, mi sonrisa enfermiza siempre me ha servido para esconder unos ojos de duelo. Son problemas del primer mundo, como la psiquiatría misma, pero, en cualquier caso, llegados al punto de saberme prescindible, me gustaría poder viajar a la farmacia, rellenar un formulario, y largarme escuchando la Gran Partita de Mozart.

El suicidio no se tiene que escarnecer ni promover. Basta con entenderlo, descriminalizarlo y, llegado el caso, ayudar a perpetrarlo con la máxima alegría. Porque poder poner fin a esta sórdida maravilla de vida, con este espectáculo de cínicos llorones y de tanta triple moral, también tendría que ser un derecho humano. De momento, que los amigos no sufran; todavía me queda cuerda. Pero aquí la última frase la decidiré yo. Y punto final.