Hace muy poco escribí que Ada Colau aprovecharía el año de margen hasta las próximas elecciones municipales para agarrarse al Ayuntamiento a través de luchas simbólicas de victoria fácil y de extrema comodidad. Así ha pasado con la pugna que la alcaldesa mantiene contra el TSJC para aprobar la ley que limita los vehículos contaminantes en la ciudad, también con las torpes demandas que algunos lobbies han tramado para desbancarla (y que sólo han engordado su estudiadísimo discurso victimario), y ahora con la polémica del cambio de los panots en el Eixample. El viernes sabíamos que el Ayuntamiento abría concurso para diseñar una evolución del panot a través de su fundación Bit Habitat y del programa Superilles con el objetivo, dice la web del chiringo, "que conserve el valor patrimonial intangible y, al mismo tiempo, incorpore soluciones y tecnologías innovadoras que lo hagan más sostenible".

Como era previsible, aquel mismo día la mayoría del mundo político anticolauer (y de mis antiguos vecinos del Eixample) despertó de su siesta perpetua para inflamar las redes como si la redimensión del panot equivaliera a enrojecer las mejillas de la Moreneta para hacerla más queer. La cosa hacía gracia y más todavía conociendo la espantosa desidia de los barceloneses hacia su patrimonio; un celo que únicamente se pone en guardia cuando la abuela ve peligrar las flores que la familia ha pisado desde hace siglos y entona "no nos toques los panots, Colau". Aparte de vaga, la oposición en el Ayuntamiento (y parte de la ciudadanía) se nos ha vuelto un tanto iletrada; como explicó con acierto la lugarteniente de Colau, Janet Sanz, el concurso no se orienta a la sustitución de los actuales panots, sino al diseño que afectará a las nuevas calles pacificadas: Consell de Cent, Girona, Rocafort y Borrell.

Con esta calculada llamarada, Colau ha conseguido no sólo que un proyecto se publicite sin ninguna necesidad de anuncio, sino sobre todo desvelar el espíritu conservador y tiquismiquis de sus rivales políticos confrontándolos con su idea de una ciudad que abraza los estándares del siglo XXI. La alcaldesa, insisto, es muy hábil desvelando las carencias de sus rivales y yo diría que ahora se dispone complacida a caricaturizarlos mostrando todo su cinismo. Desde su perspectiva política, resulta absolutamente lógico que un símbolo de la ciudad pueda cambiarse a través de un proceso abierto. El coste total de la ayuda a los ganadores, de unos 240.000€ (más una ayuda de hasta 80.000€ del gasto elegible de los proyectos) es más que razonable y, si a la alcaldesa le tocan los cojones con el precio, estoy seguro de que tiene un PowerPoint con historiales socialistas y convergentes que multiplican ceros.

A mí puede no gustarme lo que hace Colau, pero ante una oposición que no tiene ni cinco minutos para mirarse la presentación de un proyecto que se encuentra en dos clics, como os podéis imaginar, el día de las municipales es muy probable que me quede en casa

Dicho esto, sólo hace falta una simple búsqueda de Google para saber que el jurado ―ahora lo llaman "comité de selección"― que dirimirá el ganador de los nuevos panots coincidirá exactamente con los deseos de la alcaldesa (por eso ha metido a Xavier Matilla, arquitecto jefe del Ayuntamiento, y una responsable de Bit Habitat que cobra sesenta mil pepinos al año del consistorio por su espléndido trabajo); pero Colau sabe perfectamente que eso la mayoría de gente ni se lo mira y que, en cualquier caso, el chiringuito que utiliza para aprobar el invento es mucho menos costoso y tiene muchas menos nóminas que los equivalentes de sus antecesores. Pase lo que pase, en definitiva, Colau sobrevivirá y, a buen seguro, podrá tintar de florecitas cuatro calles del Eixample haciendo honor a su palabra y con el mismo nauseabundo gusto estético que ya hemos podido ver en el asfaltado de algunas supermanzanas. Lisa y llanamente: lo conseguirá.

En un país en que ningún político gestiona tangibles, con un Govern que no puede ni convocar una mesa de diálogo como Dios manda, Colau es de los pocos políticos que provoca un algo, emociona a su electorado y, de rebote, encabrona a los rivales dejándoles como unos tribuneros gruñones. Aparte de eso, con una gestión muy hábil de la rabia que incita, la alcaldesa tiene el mérito incuestionable de llevar de culo a sus perseguidores a golpe de tuit. A mí puede no gustarme lo que hace Colau con Barcelona, como es el caso, pero ante una oposición que no tiene ni cinco minutos necesarios para mirarse la presentación de un proyecto que se encuentra en dos clics, como os podéis imaginar, el día de las municipales es muy probable que me quede en casa; más todavía si, a día de hoy, las alternativas son el abuelo Maragall y la pobre Artadi. Contra eso, hijita mía, ya me dirás si Ada no es capaz de emular Can Escofet.

Dentro de un año todo serán lágrimas entre los partidos indepes de Barcelona. Cuando menos, espero que no tengan los santos cojones de decir que nadie los avisó de la derrota. Y a mis queridos exvecinos, les pido que estén tranquilos: el Eixample siempre sobrevivirá a sus ilusos enterradores. Si Franco no nos robó los panots, ya me diréis qué podrán hacer cuatro comunistas con nómina de burgués.