El hecho de que la mayoría de participantes en las protestas de Barcelona no lleguen a los treinta años ha disparado la alarma de los sociólogos de la tribu y las tribunas se han llenado de preguntas grandilocuentes y poco efectivas sobre el desencanto de la juventud catalana que quema contenedores. Como de costumbre, prestamos poca atención a los problemas que esconden las preguntas mismas porque tenemos demasiada sed de respuestas, cuando lo primero que tendríamos que hacer es problematizar que a una generación de conciudadanos nacida después de mediados de los ochenta (es decir, a una edad legal y existencialmente adulta) todavía se la tilde de "joven" con la clara intención de infantilizarla de la peor manera; a saber, tratándola como si cualquiera de sus actos fuera una especie de experimento susceptible de ser analizado en un paper académico o en una de las muchas e insufribles tertulias radiofónicas que desvelan diariamente al país.

Los jóvenes no son jóvenes; son adultos responsables que ejercen la ciudadanía de una forma tan reflexiva o inconsciente como nosotros (los supuestos guardianes de la moral) y que no sienten desencanto, que es una forma muy cursi de referirse a la mala leche, sino que ponen de manifiesto una ira que hay que tomarse en serio. Del mismo modo que no analizamos ningún ensayo de revuelta fuera de nuestras fronteras —ya sea la Primavera Árabe o el asalto al Capitolio de Washington— por el número de objetos de la vía pública que se han calcinado, también tendríamos que superar esta ética de remilgado por lo que respecta a la limpieza de nuestras pequeñas revueltas. Porque es evidente que las manifas de estos días superan el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél y que se tienen que analizar como la reacción lógica (¡y moderada!) de una quinta instalada en el precariado y a la que se ha negado la posibilidad de un futuro estable.

Los jóvenes no son jóvenes; son adultos responsables que ejercen la ciudadanía de una forma tan reflexiva o inconsciente como nosotros y que no sienten desencanto, sino que ponen de manifiesto una ira que hay que tomarse en serio

Diría que, para empezar a tocarla, hacen falta muchas menos tertulias y mucha más capacidad de escuchar el grito de una generación que se esfuerza en recordarnos que los canales tradicionales de representación política, social y mediática que se han tejido desde la Transición están podridos. Mientras los partidos van repartiéndose cargos, ya sea en el Consejo madrileño o en el Parlament de broma que tenemos en la Ciutadella, unos conciudadanos se manifiestan para poner de relieve que ya no quieren seguir saliendo a la calle al dictado de la ANC, para darse las manos o ponerse un garbancito dorado encima de la cabeza, y que la revolución de las sonrisas pues la hará su tía. Sus eslóganes y pancartas pueden parecer fáciles a ojos de los sabelotodo de la patria, como por otra parte lo son la mayoría de lemas que podemos leer en una manifestación; pero su enmienda al sistema se encuentra muy lejos de caer en la frivolidad.

Es cierto que hay una buena parte de la clase media catalana que, en cierto modo, ha sentido el calor de las protestas de estas últimas semanas porque creen que los chicos del país están cometiendo los mismos errores que ellos de juventud, es decir, que del mismo modo que ellos llenaban las calles de ira mientras se hacían los pactos y las estafas de la Transición ahora los chicos queman el Eixample para expresar su frustración ante los tratos que el procesismo ya está haciendo con Madrit para que el régimen del 78 pueda volver a blindarse. Es cierto, como le he oído explicar muy bien a Abel Cutillas, que muchos viejos de mi generación se miran el fuego barcelonés en la pantalla de su MacBook Air y se sienten salvados porque por fin pueden compartir un fracaso repetido o regurgitado en el delay de la poshistoria. Eso es cierto, pero yo tampoco correría tanto en afirmar que eso de los "jóvenes" sea sólo frustración.

A diferencia de los "jóvenes" de la Transición, estos tienen mucha más conexión con la información libre y mucha más conciencia de vivir en un entorno global donde sus problemas tienen conexiones más amplias que los asuntos de la tribu. A su vez, estos nuevos adultos, si lo quieren, pueden releer los pactos que firmaron sus padres para sobrevivir al precio de rendirse en sus reivindicaciones de una forma que, si supera el mero rencor generacional, puede producir algún efecto que no sea anecdótico. Esta misma semana hemos visto como la denuncia de acosos en un entorno académico, amplificado por el altavoz de las redes, puede tener efectos inmediatos en la impunidad de un profesor y en el cuestionamiento de la dirección de una entidad pública. Eso no es un asunto menor; es un cambio que hace sólo cinco años habría quedado en un simple expediente o en un cambio de protocolo.

Los jóvenes no son jóvenes. Empecemos por tratarlos de interlocutores, y quizás así los contenedores podrán dejar de temer las llamaradas.