La mayoría de los enviados especiales a los Juegos de Tokio han dedicado sus primeros textos a muscular cursilería por la tristeza de asistir a un acontecimiento deportivo deslucido, sin masas enfervorizadas y lastrado por las restricciones de la covid. Los plumas de la tribu todavía no han entendido que el gris parsimonioso de esta nueva edición del olimpismo va más allá del virus de Wuhan y deriva de un tiempo, desde el cambio de siglo y la caída de las Torres Gemelas, en que los faustos de espíritu we are the world son espectáculos de un interés puramente folclórico y las ciudades son conscientes de que ya no pueden crecer a golpe de efeméride. Eso es especialmente visible en Japón, un país que abrazó sin entusiasmo aquello que denominábamos los valores de Occidente después de que los americanos enviaran un par de petardos atómicos y que se ha pasado lustros mirando de reojo el crecimiento chino mientras sus críos perdían el tiempo con videojuegos cada vez más perfectos o vendiendo bragas para que acaben en las mandíbulas de los pervertidos.

En la prensa internacional todavía queda alguna pluma mínimamente sagaz y, hace un par de días, el escritor Matt Alt hacía notar en The New Yorker el hecho de que el presidente del Comité Olímpico Internacional Thomas Bach hubiera escogido el 8 de julio para desembarcar en Tokio, fecha exacta en que, 168 años antes, los yanquis habían roto más de 200 años de aislamiento nipón entrando por sorpresa en sus barcos en el puerto de Edo. Alt, que es americano pero se ha pasado media vida en Japón y conoce bien su cultura popular (se dedica precisamente al universo del videojuego), hacía notar que la llegada de Bach se sitúa en un momento parecido marcado por el tedio y la ira de una cita olímpica que casi nadie quería acoger. A pesar de los esfuerzos del primer ministro Yoshihide Suga de pintar los Juegos como la prueba del algodón de la superioridad del primer mundo para acabar con la covid, la lucha contra un intangible vírico se ha hecho difícil en unas calles desérticas para acoger a los atletas con el máximo de seguridad mientras la población autóctona totalmente vacunada no llega al 20%.

El luto de los Juegos de Tokio no son los estadios desiertos, sino el tedio y la ira de una población como la japonesa que había pagado de su bolsillo un nuevo fausto para seguir haciéndose la simpática a ojos del mundo y que ahora mismo tiene una ciudadanía caliente que no podrá ni bañarse en las piscinas cuando los nadadores se larguen

Las élites políticas del mundo todavía suspiran por sobrevivir en las demacradas fronteras (y límites mentales) que impuso la pax americana de después de la Segunda Guerra Mundial, China exprime los últimos años de prórroga que le permita vivir de un capitalismo dirigido por el Komintern y la mayoría de ciudadanos de las democracias europeas se lo miran cada día más desconectados de las estructuras tradicionales de poder estatal. Eso explica que Japón, imitando torpemente a los Estados Unidos, quisiera aprovechar los Juegos de Tokio como un revulsivo de una mala imagen de la que no se había librado desde la catástrofe de Fukushima. El luto de los Juegos de Tokio no son los estadios desiertos, sino el tedio y la ira de una población como la japonesa que había pagado de su bolsillo un nuevo fausto para seguir haciéndose la simpática a ojos del mundo y que ahora mismo tiene una ciudadanía caliente que no podrá ni bañarse en las piscinas cuando los nadadores se larguen. El estadio desierto no es sólo fruto de la covid, sino el grito visible de un tiempo de tedio y de ira reprimida.

La geopolítica no es metafísica y tiene bastante mala leche que, en uno de sus primeros discursos dirigidos a los japoneses, Thomas Bach llegara a Tokio diciendo que "su objetivo era que los Juegos fueran seguros para todo el mundo; para los atletas, para todas las delegaciones y, lo más importante, para el pueblo chino". Los orígenes de todo el mundo son importantes, y es destacable que a un burócrata olímpico de Würzburg tenga este ataque freudiano confundiendo a los japoneses con sus vecinos comunistas (el presidente sabe qué es perder una Guerra Mundial y que te arrasen el país, pero que nadie piense en la posibilidad en hacerlo mediante armamento nuclear). Para los que todavía recordamos con la boca abierta cómo la llama olímpica viajaba mágicamente en el arte de una flecha disparada por el tirador paralímpico Antonio Rebollo hasta el pebetero, la imagen de unos Juegos Olímpicos del tedio y la ira tendría que ser la prueba del algodón que demuestra el hundimiento de todas las ilusiones artificiosas que la mayoría de países occidentales habían tramado durante los años noventa, cuando la pasta fluía para todo el mundo.

Mientras tecleo el artículo dominical, en uno de mis trescientos mil grupos de Whatsapp, un amigo me envía un vídeo del conseller Rull haciendo puenting en el embalse de la Llosa del Cavall. Antes de lanzarse al vacío, el ex-preso declara pomposamente: "Dijimos que no tenemos miedo, y no tendremos miedo". Es extraordinario cómo la política catalana se refleja en el mundo incluso en los actos más esperpénticos y te regala las metáforas para poner el lacito a los textos. Salto al vacío controlado, olimpismo sin público, mística que acaba dando risa. Este es el mundo que viene y sólo lo podremos salvar a base de muchas dosis de fantasía, trabajo y memoria.