Popularmente, el término desvirtualizar se refiere a la acción de conocer en persona a alguien con quien previamente se ha establecido una relación virtual. La idea misma presupone que el conocimiento de un ser humano a través del ámbito audiovisual, por muy perfecta que sea la capacidad reproductora de los medios tecnológicos actuales, siempre esconderá algo imperfecto o incluso tramposo. Por este motivo, aunque sea de forma intuitiva, desvirtualizar un contacto de Twitter o de Instagram implica un acto de conocimiento (podríamos escribir fe o esperanza) a partir del cual intentamos certificar si aquello que creíamos saber de la alteridad es efectivamente real. Este desvelamiento nos complace por su mezcla de ilusión y morbosidad, dado que las redes aumentan la posibilidad de crear vidas inventadas y perfiles falsos donde todo el mundo puede parecer más atractivo y gracioso de lo que realmente es.

La experiencia traumática del confinamiento ha cambiado la dinámica tradicional de la alteridad en dos formas curiosas de extrañeza. Primero, la ralentización del mercado laboral ha obligado a matrimonios y familias a dedicarse un tiempo de compañía inaudito que, en la antigua dinámica, solía monopolizar el trabajo. A pesar del carácter trágico de la pandemia, esta ha hecho que muchos padres se interesaran por los materiales educativos con los que trabajan sus críos por primera vez o que los amigos hayan organizado sesiones telefónicas maratonianas que han sobrepasado con creces el tiempo que antes se dedicaban. Un chiste que corría por los teléfonos a principios de abril resumía perfectamente la naturaleza irónica de intensificar el contacto con el conocido: "Estos días, en casa he podido charlar muchísimo con mi mujer y, la verdad, resulta ser una chica la mar de simpática".

Por otra parte, a medida que ha avanzado el desconfinamiento, hemos comprobado como esta experiencia de sobremediatización de la vida a través de videocalls y zooms nos ha empujado a una especie de desvirtualización del mundo conocido. En efecto, el empacho virtual y la necesidad de estar permanentemente atentos al estado de lo más cercano ha hecho que lo más cercano se distorsione de nuevo en el universo tecnológico y que, a su vez, la posterior desvirtualización tenga su consecuente proceso de aterrizaje. Lo hemos vivido al abrazar a los añorados casi como si les viéramos por primera vez, en el entusiasmo prácticamente histérico de volver a una terraza como si conquistáramos de nuevo el Olimpo de los dioses y en la desazón de no saber a ciencia cierta, como le pasa a Ulises en la Odisea, si la casa y familia que habíamos abandonado todavía se parecía a lo que creíamos conocer antes de ir a la guerra.

El desconfinamiento se vive como una forma de imperativo del disfrute en el cual las experiencias se desvirtualizan a todo trapo y nos obligamos a acelerar el retorno a la vida con una voracidad que a menudo provoca muchísimo estrés

Paralelamente a esta extrañeza, la hipótesis permanente de un rebrote de la Covid-19 y el hecho de que el otro todavía sea una fuente hipotética de contacto, provoca que esta nueva manera de desvirtualizar sea necesariamente incómoda. El contagio del miedo hace que todavía no nos permita besarnos efusivamente, las máscaras provocan que el reconocimiento facial se vuelva imperfecto y, en definitiva, la nueva normalidad (ecs) del reconocimiento del conocido se parece cada vez más (y más peligrosamente) al fenómeno de la desvirtualización tradicional: no sabemos a ciencia cierta si el otro será una fuente de peligro, desconfiamos si el afecto que hemos experimentado en las llamadas será cierto cuando vuelva la rutina y, en definitiva, ignoramos hasta qué punto la virtualidad del confinamiento tendrá una correspondencia efectiva cuando los mecanismos de la economía intenten hacer funcionar el mundo a la velocidad de consuetud.

A mí me complace fijarme en el teatro de este nuevo mundo y me interesa sobre todo el contrato social que implica, una gestualidad que presupone un nuevo pacto de consentimientos. Cuando alguien nos para por la calle, todavía no sabemos si acercarnos, si su importancia con respecto a nosotros implica que nos podamos tomar el lujo de saltarnos el estado de excepción para abrazarlo o besarlo ruidosamente. De hecho, y eso tiene muchísimas derivadas (feministas, tomen nota y hablemos), nos estamos dando cuenta de que una sociedad donde cada nuevo gesto de acercamiento a alguien implica un consentimiento perpetuo, como si el contacto físico requiriera un formulario previo, resulta una auténtica paranoia. A su vez, también parece razonable pensar que el acto de concebir al conciudadano como un potencial agresor de nuestra salud (por mucho que la estadística así lo contemple) deriva en una convivencia auténticamente infernal.

A diferencia de la desvirtualización tradicional, que presupone un simple pacto para encontrarse en el mundo real ("Ey, ¿qué te parecería si un día nos conocemos?"), este nuevo imperativo para desvirtualizar el mundo nos estresa de una forma natural y lógica, primero por el hecho de que en las redes tenemos la capacidad de escoger con quién interactuamos y en la vida real las circunstancias nos obligan a la presencia de lo que nos da pereza. En un nivel menos superficial, también nos sentimos agobiados porque el desconfinamiento se vive como una forma de imperativo del disfrute en el cual las experiencias se desvirtualizan a todo trapo y nos obligamos a acelerar el retorno a la vida (volver a hacer deporte, volver al restaurante, volver al paisaje añorado) con una voracidad que a menudo provoca muchísimo estrés. No resulta forzado ni extraño, pues, que ante esta aceleración empiece a haber nostálgicos de la fase cero.

No es casualidad, pues, que pasada la primera fase de entusiasmo por hacer running y volver a las terrazas a cascarse una birra, la nueva desvirtualización provoque auténticos ataques de pereza y la quietud y el silencio del confinamiento pueda llegar a añorarse y todo. Si entendemos los últimos tres meses y pico como un estallido de la virtualidad, valdría la pena preguntarse si la mayoría de internautas-ciudadanos apostarían por desvirtualizar la mayoría de los aspectos, personas y experiencias de su vida anterior al confinamiento. Sospecho que, contrariamente, muchos soñarían con tener la opción de bloquear cuantas más cosas y personas mejor.