Uno de los defectos importantes del procesismo ha sido su persistente pereza a la hora de hacer memoria. En las últimas elecciones, impuestas por Rajoy, los partidos indepes repetían a diario la matraca de restituir el Govern legítimo de la Generalitat, lo cual comportaba garantizar la presidencia del candidato más votado en el bando republicano y permitir a los consellers de Bruselas continuar con su tarea en el exterior. Pero la soledad de los altos cargos exiliados se hace cada día más evidente y no solo porque el president ya se considere traicionado (y por lo tanto amortizado), sino porque hemos conseguido que los ruegos de nuestra preclara doctora Ponsatí recalcando la necesidad de convocar elecciones (es decir, hacer valer las veces que haga falta el poder de nuestra decisión libre, aunque sea circunscrita violentamente al autonomismo) ya suenan a llamamiento desgañitado, fruto de la desesperación.

Mientras Ponsatí afirma cosas sensatas y recuerda que la única credibilidad del independentismo es mantenerse firme en sus propuestas (yo mismo vi la cara de rabia que ponía la consellera cuando el Molt Honorable 130 decidió suspender la declaración del 10-O), el independentismo con sede en Barcelona y comarcas se dedica a cultivar el arte del eufemismo con gran entusiasmo. Se habla de generosidad, cuando lo que se quiere decir es que Puigdemont acepte una canonjía en Waterloo y pare de tocar las narices, mientras por otra parte algunos apelan a una presidencia simbólica, lo cual es una forma educada de tratar al 130 como un jarrón chino. Si desterrara al Molt Honorable y dejara a los consellers en la estacada, a la espera de hacerlos eurodiputados, el independentismo continuaría con su curiosa tradición de ganar elecciones prometiendo historias.

Aparte de la división y la disputa creada en el seno del independentismo, para el enemigo no hay disfrute mayor que ver cómo algunos diputados secesionistas asumen su represión con normalidad. Fijaos en que durante los últimos días se ha puesto muy de moda (entre los realistas) creer que una legislatura autonómica de toda la vida provocará que Rajoy y Llarena permitan salir de la prisión a los rehenes políticos. La cosa va de otra forma, porque como sabe incluso un niño la represión española tendrá lugar por mucho que el Govern de la Generalitat adopte una postura de osito de peluche: cuando tú cedes, el otro te tiene más controlado, cosa que se aprende en el parvulario. De nada servirá que haya una legislatura lo antes posible, de nada servirá que los políticos perjuren fidelidad al régimen del 78: cuando más lloras y gritas, el torturador disfruta con más alegría.

Por mucha lucha interna que tenga, el independentismo se verá siempre abocado a la dicotomía entre desobedecer y agachar la cabeza. Si nuestros políticos hubieran preparado bien la lucha posterior al 1-O, ahora podríamos tener vicepresidentes y consellers en prisión, e incluso haber fracasado en nuestras pretensiones de aplicar el referéndum, pero tanto la mayoría independentista como los que todavía se lo están pensando sabrían que los líderes del Govern iban de veras y no vivían exclusivamente pensando cómo salvar el culo. ¿De qué habrá servido ganar unas elecciones bajo la idea de restituir a unos políticos si, a la mínima, sus propios partidos los abandonan? ¿De qué servirá volver a la máquina del día a día, aparte de ejercitarse en el arte en olvidar? Tengamos memoria, amigos míos, que del 21-D no hace más que cuatro días.