Ahora que Esquerra pretende sustituir el espacio convergente en Madriz con el objetivo de ayudar a aquello que en tiempos de Pujol se llamaba “la gobernabilidad del estado”, y que el partido del espíritu santo de Lledoners divisa el trono de la Generalitat con la avidez de un chiquillo cuando entra en una confitería acompañado de sus abuelos consentidores, valdría la pena ayudar a los republicanos en esta bella pero difícil transformación de política y hábitos. Porque debéis saber, pacientísimos lectores, que esto de devenir convergente no es solamente una condición existencial relativa a tocar poder e impostar gravitas de mandatario: en este sentido, Esquerra ha avanzado muchísimo, y los republicanos se han doctorado en quehaceres importantes de la vida convergente como ahora saber dónde hay que invitar a comer al futuro director de La Vanguardia para ablandarle las orejas o en cómo convertir la administración catalana en una agencia de colocación laboral para militantes (en esto último, el diputado al Congreso Joan Capdevila, que viene de Unió y aprendió el oficio del amigo Josep Antoni, ha realizado una labor de auténtica maestría).

En lo que atañe a la apariencia, insisto, Esquerra merece notable con aspiraciones de excelencia. Fijaros, por ejemplo, en como ha cambiado la forma de andar de Pere Aragonès en pocos meses; del pasear dubitativo y la existencia acomplejada del Maresme, nuestro vicepresident ha mutado a una forma de danzar prácticamente ingrávida, como si la realidad fuera una mera contingencia a la que uno no tiene más remedio que pisar. Pero eso no lo es todo, amigos. Porque ERC todavía mantiene aquel tic de la progresía según el cual en la política uno ha irrumpido para hacer el bien y ayudar a los ciudadanos. El buen convergente, en cambio, sabe que en esto de la política solamente cuentan los intereses y que, básicamente, el arte del buen gobierno consiste en saber qué precio tiene cada persona. En este sentido, Esquerra todavía puede mejorar el arte del saltimbanqui perfecto de la política catalana (“Va, Josep Maria, ¿cuánto necesitas para ir tirando? ¿Bastaría con tres mil?) que subsume toda cuanta pequeña corruptela a un bien mayor de interés general llamado Catalunya.

Esquerra debe normalizar la sensación de que el catalanito, en el fondo, es un pájaro que básicamente aspira a vivir bien, no tener problemas, y hacer lo posible para que los españoles no le arreen un sopapo

Rufián ensayaba hace poco uno de los grandes gestos culturales del buen convergente cuando, en Salvados, afirmó no querer renunciar al sentimiento de españolidad presente en Machado o en Rosalía. Ciertamente, uno de los clásicos del pujolismo se trataba de combinar un musculado folklore nacional con un espíritu de obertura simpático hacia nuestros amigos españoles. Eso el avi lo hacía de coña, pero Esquerra todavía lo conjuga con la boca chica: hay que dar más pasta a la feria de Sevilla, por mucho que te silben cuando acudes, hay que reclamar siempre (¡y orgullosamente!) como literatura catalana la prosa de los autores barceloneses que escriben en la lengua del enemigo y, finalmente y si la caja lo permite, hay que hacer como el patriarca y pagarles una universidad pública a todos los filósofos y plumillas del Foro Babel. Esquerra, en este aspecto, sólo mete la puntita, haciendo aparecer los amigos castellanoparlantes de Oriol en TV3 de vez en cuando, pero la cosa debe ir a más: se trata, en definitiva, de ampliar la base de la cultura catalana como una cosa tan abierta y chupiguai que, al límite, se quede sin un átomo de esencia.

Finalmente, y como punto esencial, Esquerra debe abandonar este hábito espantoso de hacerse el pobre. Hay que alejarse urgentemente estos insufribles restaurantes de puchero en los que Joan Tardà zampa tan a gusto para pasar a cosas más sofisticadas y gayas. Pensad que los catalanes, si se ven arrojados de nuevo al autonomismo, volverán a aquella filosofía de vida según la cual uno debe contentarse con poder pimplarse una buena manduca de vez en cuando y con subir al Empordà los viernes. Eso de hacer pasta, por tanto, ya volverá a ser visto como una cosa positiva. A parte de asistir a bodas de banqueros, Esquerra debe normalizar la sensación de que el catalanito, en el fondo, es un pájaro que básicamente aspira a vivir bien, no tener problemas, y hacer lo posible para que los españoles no le arreen un sopapo. Todo ello, queridos amigos, requiere años de práctica, pero estoy seguro de que Oriol y Pere se acostumbrarán con prontitud. Ésta es su lucha, ésta es su vocación. Al fin y al cabo, ellos nunca han querido un nuevo estado: lo único que pretendían era matar al padre e ir a sus restaurantes favoritos.

Poco a poco, chavales, que eso sí que lo tenéis a tocar. Pero ojo con los excesos de confianza, porque una de las características del convergente es la de ser capaz de matarte cuando le creías moribundo. Vigilad, que los gatos les envidian su cantidad de vidas.