Los seres humanos sólo activamos razón y emociones a raíz de la pérdida y de la catástrofe. Así en desgracias locales como los incendios de nuestro sur, que han aumentado el conocimiento geográfico de la tribu (ahora casi todo el mundo sabe dónde está La Torre del Espanyol y muchos barceloneses ya pronuncian Flix correctamente), pero también en las catástrofes globales como el calentamiento global y sus nefastas consecuencias. En una pieza brillante publicada en Anoia Diari ("Todos somos pirómanos") el biólogo Marc Talaverna metía el dedo en la llaga de la responsabilidad colectiva de la ciudadanía en este tipo de incendios, no sólo en lo que toca a la falta de gestión de los bosques abandonados y la pauperización progresiva del ofició payés, sino también a causa de los hábitos de consumo en la compra de fruta y verdura importada que imposibilita la existencia de un mercado interior robusto.

“El paisaje, sí, estos paisajes que todos nos ponemos en la boca y que tan erróneamente calificamos de naturales, puesto que son dinámicos y responden (desde hace milenios) a la actividad humana”, escribía Talaverna, para luego añadir: “Si seguimos comprando aceite a tres euros el litro es evidente que nadie podrá ganarse la vida cultivando olivos y por tanto aquellos campos se abandonaran. Si las políticas del libre mercado permiten que las naranjas de Sudáfrica sean más económicas que las de la Ribera d’Ebre es evidente que por ocho céntimos el quilo nadie de nosotros tampoco las cultivaría”. En este sentido, las perspectivas de futuro no son muy halagüeñas: sabemos que desde 2008 la mitad de la población mundial vive en ciudades, un porcentaje que se disparará a los dos tercios de los habitantes del mundo en 2050. Nos guste o no, lo rural será muy pronto un paisaje cada vez más desertizado.

Los incendios son un fenómeno que no sólo no dejamos que se erradique, sino que vamos a impulsar mientras nos guste vivir en los mismos lugares y pagar el tomate a precio Donut

A principios de los noventa, el pensador francés Michel Serres popularizó la noción de contrato natural, un pacto entre el ser humano y el planeta a partir del cual el primero aceptaría (y redimiría) su condición de parásito para comprometerse a respetar los derechos de la tierra: “Un contrato natural ―escribía el pensador francés― en el cual nuestra relación con las cosas abandonaría el dominio y la posesión por la capacidad de escuchar y de admirarse, la reciprocidad, la contemplación y el respeto, en el que el conocimiento ya no supondría propiedad.” Sobre el papel, todo el mundo estaría de acuerdo con el armisticio que propone Serres entre el hombre y su entorno. El problema, no obstante, no es tanto de sensibilidad como de conocimiento: siguiendo la inexorable urbanización industrial del mundo, no es ningún delirio pensar que, en apenas ochenta años, la mitad de la humanidad ya no tendrá noción alguna de qué es la naturaleza. 

Pensaba en ello hace poco viendo la maravillosa serie Our Planet, la mega-súper-ultra producción de Netflix sobre el entorno natural. Rodada durante cuatro años (¡y sólo son ocho capítulos!) y con la voz de David Attenborough, la serie repasa algunos de los rincones más alejados del mundo a la búsqueda de parajes que equilibran su temperatura y aseguran también la pluralidad de su fauna. Lo más curioso del producto es como asume con tranquilidad el dirigirse a un espectador urbano absolutamente alienado de la naturaleza a quien ―a través de una labor de imágenes sencillamente espectacular― se pretendería conmover con la belleza de un planeta tan idílico (las clásicas escenas de violencia entre especies son muy disimuladas) como insondable. Parecería como si, en el fondo, los ideólogos de Our Planet nos dijeran: salva la naturaleza, ni se te ocurra venir a verla.

En este sentido, buena parte de la comunidad científica ya ha renunciado al contrato natural de Serres y estudia cómo uno puede intentar que el planeta se vaya destruyendo de forma ordenada. Así también con nuestros incendios, un fenómeno que no sólo no dejamos que se erradique, sino que vamos a impulsar mientras nos guste vivir en los mismos lugares y pagar el tomate a precio Donut. Mientras nos reunamos compulsivamente en la urbe, caiga quien caiga, esto de la naturaleza y del contrato cada vez nos quedará más lejos. Como mucho, y toquemos madera, lo más a lo que podremos llegar es a escribir un buen divorcio natural.