Hace pocos días, en una vieja entrevista, leí una de aquellas afirmaciones de Salvador Dalí que detrás de la fisonomía de una frase simple contienen, en realidad, una verdad universal. "El único motor de cualquier creación es la voluntad de jugar", decía al pintor. Inmediatamente después no pensé en ningún cuadro surrealista, sin embargo, sino en este 'Baby Barça' de Lamine Yamal, quizás porque un equipo solo es capaz de remontar cualquier partido cuando no es consciente del sentido de la palabra imposible. Es decir, cuando compite con la inconsciencia virginal de quien no tiene miedo de nada y afronta cada reto con el desenfreno de quien marca golazos a la hora del patio con un bocadillo envuelto con papel de plata en la mano.

Hay alguna cosa eléctrica y anárquica en todo aquello que hacemos cuando somos jóvenes, quizás porque a los diecisiete años todavía no nos hemos dejado aplastar por la losa de la vida adulta, con sus equilibrios, sus responsabilidades y, claro está, sus penas y alegrías. Es aquello de "que la vida iba serio, uno empieza a comprenderlo más tarde" que escribió Jaime Gil de Biedma, otro para quien la poesía no dejó nunca de ser un divertimento con el cual jugar durante las horas de aburrimiento administrativo en un despacho noble de Tabacos de Filipinas. Si la infancia es la patria que nunca se olvida es por eso: porque es un universo sin límites, ya que nada guarda verosimilitud con el mundo real.

Tampoco el Barça es exactamente lo mismo que Catalunya, pero en un país ocupado como el nuestro, cíclicamente acaba siendo la única cosa sólida que aguanta la volatilidad que tienen las naciones sin estado. Ha sido esta manera infantil de jugar la que ha provocado que se vuelvan a ver banderas en los balcones después de una pila de años, de hecho. No son esteladas, sino banderas blaugranas, pero ya sabemos que quieren decir poco o mucho lo mismo, ya que si alguna cosa nos está demostrando partido tras partido este 'Dream Teen' blaugrana es que una panda de críos desacomplejados pueden devolver el coraje a todo un club desolado y un país deprimido. Y conseguirlo, además, sin recurrir al gastadísimo poema de Miquel Martí i Pol —claramente infectado por el virus del procesismo-, sino haciéndonos creer de otra manera que sí, que todo es posible y solo depende de nosotros hacerlo realidad. Como en un juego.

Jugar es tan inocente como necesario, ya que es con espíritu juguetón cuando seducimos mejor y cuando conectamos con los otros. En definitiva, cuando no generamos pereza, sino atracción, dado que nadie en el mundo quiere renunciar a una buena aventura. De pequeños creemos pisar la luna cuando nos disfrazamos de astronautas por Carnaval e incluso nos sentimos los amos del pueblo cuando ganamos una partida de 'polis y cacos', pero un día entendemos que aquello no es real. La muerte de la inocencia, sin embargo, no es el fin de las quimeras. Cuándo nos hacemos mayores, a pesar de ya no medir un metro treinta, tener una tarjeta de crédito en el bolsillo y recuerdos en el cementerio, sigue siendo el juego y la voluntad de jugar aquello que nos hace vibrar irracionalmente con la vida, y es a partir del juego cuando inventamos de mejor forma aquello que todavía no es real.

Por lo tanto, quién sabe si tenía razón Vázquez Montalbán cuando dijo aquella famosa frase. Más que "el ejército desarmado de Catalunya", sin embargo, quizás el Barça es el arma simbólica más poderosa de los catalanes: la que transforma la fragilidad en orgullo y el desánimo en coraje, ya que cuando este equipo gana, parece que el país respira diferente. Como si de repente nos liberáramos del lamento y nos atreviéramos a imaginar nuevamente. Y es entonces cuando el país crece: no desde los despachos, sino desde los márgenes, desde el talento y la osadía de los que todavía creen que la creatividad y el juego pueden ser una manera seria de cambiar las cosas. Esta es, creo, la gran lección del 'Baby Barça'. Ahora solo falta, claro está, que aquellos que hace tiempo que dejaron de jugar —pero no de mandar— entiendan que su partida se ha acabado, pero que detrás hay un porrón de gente joven dispuesta a dejar claro, muy claro, que el juego continúa.