En el escaparate catalán se exponen las luchas que atraviesan el afán de la nación por definirse. Por eso en las tiendecitas de recuerdos de la Rambla hay imanes de sevillanas. Por eso nos preocupa la desnacionalización de Barcelona. Por eso nos indigna que Barack Obama escoja visitar el Moco y no cualquier otro museo en que el patrimonio cultural catalán tenga una posición de honores. El Moco no explica nada de Catalunya. Ni siquiera explica nada de Barcelona. El Moco podría estar en cualquier otra ciudad del mundo y funcionaría de la misma manera que aquí: para Instagram.

Tomamos la excepción como regla y nos engañamos pensando que con la Sagrada Familia, Montserrat y Dalí tendremos suficiente para salvar una posición cultural distinta de la españolidad a los ojos del extranjero

Cuando viajamos nos relacionamos con una faceta del país visitado diferente de la de los que viven allí y han heredado la cultura y la historia durante generaciones. Al forastero le llega una versión simplificada del capital simbólico del país porque, aprovechando el poco tiempo, tiene que decidir qué quiere almacenar como recuerdo de su estancia. Es sobre esta versión simplificada que nos entiende el mundo, el punto común de todas las subjetividades, contextos culturales particulares y legados históricos, el eje donde desembocarían un alemán y un chino, un senegalés y un mexicano, un australiano y un esloveno al hablar de Catalunya. En este espejo ingenuo se reflejan los equilibrios de poder que tensionan el país porque, sin fuerza ni autoestima para definirnos —renunciando a proyectarnos al mundo desde la catalanidad—, la españolidad y la globalización asaltan el espacio que no luchamos por conservar.

Nos repantingamos en la comodidad de pensar que tenemos las cosas hechas, como si no hubiéramos tenido las instastories pedorreras de obras del Moco desde que lo abrieron

Por eso nos gusta tanto que Bruce Springsteen subtitule las canciones en catalán y pronuncie un sencillo "Bona nit!", o que Barack Obama se arrodille ante el padre Manel Gasch, abad de Montserrat. Ser vistos como queremos ser vistos nos saca la angustia de encima, nos da el reconocimiento internacional que no hemos sabido ganar por la vía política y nos regala una esperanza silenciosa, una que nos susurra: no es imposible vivir en el mundo siendo catalanes y que el mundo lo entienda. Es desde aquí que tomamos la excepción como regla y nos engañamos pensando que con la Sagrada Familia, Montserrat y Dalí tendremos bastante para salvar una posición cultural distinta de la españolidad a los ojos del extranjero. También es desde aquí que nos repantingamos en la comodidad de pensar que tenemos las cosas hechas, como si no hubiéramos tenido las instastories pedorreras de obras del Moco desde que lo abrieron, como si invirtiéramos cada fin de semana en el MNAC conociendo el patrimonio artístico de nuestra casa, como si todos y cada uno de los habitantes de Catalunya tuvieran la sensibilidad lingüística que tiene Springsteen y como si a una parte del país ir a Montserrat no le pareciera cosa de hogar de ancianos.

Nos enganchamos a los gestos bienintencionados, ansiosos de autoestima, porque todo lo que queremos es la pizca de normalidad que da estar en el mundo sin formar parte de una historia de extinción lingüística y cultural

Tenemos ganas de acortar la distancia entre cómo somos vistos y cómo queremos ser vistos. A la hora de la verdad, sin embargo, el conflicto de fondo lo impide y hace que muchos nos miren con la mitad de admiración —o interés de fin de semana, más bien— con la que nos ha mirado Barack Obama estos días. Nos enganchamos a la validación simbólica y a los gestos bienintencionados como los muertos de hambre —ansiosos de autoestima— que somos porque todo lo que queremos es la pizca de normalidad y calma que da estar en el mundo sin formar parte, al menos un rato, de una historia de extinción lingüística y cultural hasta que, desazucarados, volvemos a la lucidez de saber que la única manera de vernos en los ojos de los demás y gustarnos del todo es, por ahora, dejar de mirarlos.