Hagamos un pequeño viaje en el tiempo. En junio del año 2006, tres meses después de la aprobación del Estatut, el primer gobierno tripartito agonizaba. El presidente Pasqual Maragall había cesado al conseller republicano Joan Carretero y las tensiones entre el PSC y ERC eran un culebrón que acaparaba páginas de periódicos y horas del telediario. El debate estatutario había dejado al país agotado y al Govern hecho trizas. Ante esta situación insostenible, el 21 de junio de ese año el presidente de la Generalitat anunció que disolvía el Parlament, adelantaba las elecciones y no se presentaría a la reelección. En realidad, Maragall no decidió libremente que no se presentaría a las elecciones, sino que fue desplazado por los famosos capitanes del PSC en un golpe palaciego. El partido socialista es una máquina glacial de poder y son imbatibles a la hora de hacer estas cosas, sin siquiera despeinarse; los demás son aprendices. José Montilla, entonces primer secretario de los socialistas catalanes y cabeza visible del malestar del partido (tanto en Barcelona como en Madrid) con el todavía presidente de la Generalitat, fue proclamado candidato a la presidencia. No era el mejor candidato y lo sabía todo el mundo, pero el objetivo prioritario era desplazar a Maragall, y no ganar las elecciones. Los comicios se celebraron en noviembre y, pese a la pérdida de votos y escaños por parte de PSC y ERC, se repitió el segundo tripartito y Montilla fue president. Al PSC le salió redondo.
Pensar que un president puede tener la bandera española en el despacho es no tener claro qué es la presidencia de la Generalitat, su historia y sus consecuencias.
Hago esta pequeña introducción para explicar que el nuevo presidente José Montilla (durante un tiempo su equipo intentó absurdamente que fuera llamado Josep Montilla), a pesar de ser un hombre absolutamente previsible y orgánico, fue capaz de entender con cierta celeridad la magnitud del cargo que casi le cayó del cielo. Ser presidente de la Generalidad no es lo mismo que ser presidente de Murcia, de Cantabria o de la Comunidad de Madrid. Es mucho más profundo, es mucho más trascendente. Es más importante, lisa y llanamente. Buena prueba de ello es que los políticos españoles dejan de ser presidentes de su comunidad para ser ministros y los políticos catalanes dejan de ser ministros para ser presidentes de la Generalitat. Catalunya acumula ya 133 presidentes (135 si añadimos los dos nombrados por los carlistas), que serían muchos más si no fuera por el Decreto de Nueva Planta. Como comentaba, Montilla rompió el dicho de que el hábito no hace al monje, y se dejó impregnar por la liturgia, el peso y la historia del cargo. Creo que lo hizo por convicción, y por ello, años después, no votó la aplicación del artículo 155 contra Catalunya. Solo así se entiende que en verano de 2008 exclamara, ante el presidente Zapatero, la famosa frase: “Los socialistas catalanes te queremos bien, te queremos mucho, pero aún queremos más a Cataluña”. Ser presidente de Catalunya es una tragedia griega, una road movie, es la puerta de la canción de Roger Mas “que quan l’obres ets un / que qui torna ja no ets tu”. Y esto vale, se haya nacido en Rupit, en Iznájar o en cualquier sitio.
Es pronto para decirlo de forma categórica, pero me parece que el president Illa no ha dejado que la significación profunda del cargo le imbuya. Espero que lo haga, porque quiero a mi país y respeto a mi presidente, y él es consciente de ello. Es cierto que ha tomado alguna decisión en la línea correcta, como dejar de hacer los discursos institucionales fuera del Palau de la Generalitat; todos los presidentes del mundo quisieran tener una sede situada en el mismo lugar desde hace 600 años para realizar los discursos. Ir a hacerlos en una escuela o un ambulatorio es un acto de populismo y demagogia impropio del espíritu catalán. Pero, al margen de esta, sus decisiones de carácter simbólico no me parecen acertadas. Su primer viaje fue ir de vacaciones a Canarias (el president debería hacerlas en Catalunya, digo yo) para ver al presidente del gobierno español. Dejando a un lado que no sé si el president debe irse de vacaciones inmediatamente después de ser elegido, la sensación de que iba a recibir instrucciones nada más tomar posesión del cargo cuajó entre la ciudadanía. La segunda imagen fue la recepción del alcalde de Barcelona en su despacho del Palau de la Generalitat, con una gran bandera española al lado. ¿Hacía falta? En absoluto. Ningún presidente catalán ha tenido la bandera española en el despacho. Una cosa es tenerla en los edificios oficiales y otra muy distinta es tenerla en el despacho. Ni siquiera la tenía José Montilla, por las razones que hemos referido. Pensar que un president puede tener la bandera española en el despacho es no tener claro qué es la presidencia de la Generalitat, su historia y sus consecuencias. Basta con repasar la biografía de los presidentes catalanes del siglo XX para ver que la mayoría han sufrido prisión, represión o exilio por todo lo que representa una bandera española. Veremos si el paso del tiempo hace ver las cosas de manera diferente. La prueba del algodón es esta: ¿sería capaz el president Illa de decir públicamente al presidente Sánchez que le quiere mucho, pero quiere más a Catalunya, con todo lo que implica políticamente? Si hay un conflicto, y lo habrá, ¿Illa priorizará a Catalunya o España? ¿El Govern de la Generalitat o el gobierno del Estado? Creo que todos sabemos, por ahora, cuál es la respuesta.