Aunque en Catalunya resulte innecesario explicar algunas cosas, tales como el concepto mismo de lawfare, no deja de ser un buen momento para poner un poco de orden —al menos desde la perspectiva jurídica— sobre el significado del tan manoseado término.

El concepto de lawfare, esa forma de guerra no convencional que utiliza el sistema judicial como arma política, ha emergido en los últimos años como una de las amenazas más sutiles y devastadoras contra las democracias contemporáneas. Es una estrategia que se disfraza de legalidad, pero que, en realidad, corroe los fundamentos del Estado de Derecho al instrumentalizar las instituciones judiciales para fines ajenos a la justicia. El término, acuñado a partir de la contracción de law y warfare, no debe ser utilizado con ligereza. Exige precisión conceptual, rigor técnico y responsabilidad ética, especialmente en un contexto donde su banalización puede resultar funcional a los mismos intereses que lo han promovido.

El lawfare no es simplemente un proceso judicial mal instruido ni una sentencia injusta ni siquiera una investigación que se inicia con algún tipo de motivación política. Tampoco es sinónimo de causa mediática o de exposición pública excesiva. Se trata, en cambio, de una estrategia sistémica en la que el aparato judicial es manipulado para eliminar adversarios políticos, bloquear liderazgos incómodos, desgastar movimientos sociales o neutralizar formas de disidencia institucional.

Para que pueda hablarse con propiedad de lawfare, deben concurrir ciertos elementos esenciales: una motivación política oculta que guía la apertura de la causa; la colaboración o instrumentalización de operadores jurídicos —jueces, fiscales o fuerzas policiales— que actúan dentro de una lógica extrajurídica; la utilización de medios procesales anómalos o desproporcionados, como detenciones preventivas sin fundamento, restricciones al derecho de defensa, filtraciones interesadas a la prensa o vulneración del secreto profesional; y, sobre todo, la búsqueda deliberada de efectos políticos, electorales o reputacionales, incluso en ausencia de una condena firme.

Los ejemplos más paradigmáticos del lawfare en tiempos recientes pueden observarse en América Latina y Europa. Casos como el de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil —encarcelado sin pruebas en un proceso que luego fue anulado por vicios estructurales y con fuerte interferencia política, donde se llegó, incluso, a acusar a sus abogados de blanqueo de capitales— o el de Rafael Correa en Ecuador, a quien se inhabilitó políticamente a través de decisiones judiciales cuestionadas por organismos internacionales, reflejan con claridad los elementos característicos del fenómeno. En el contexto europeo, la persecución judicial contra los líderes independentistas catalanes, su entorno e incluso sus abogados —que incluyó la manipulación del delito de sedición, órdenes europeas de detención reiteradas pese a su rechazo por parte de tribunales extranjeros y campañas mediático-judiciales coordinadas para erosionar su legitimidad— constituye un claro ejemplo de cómo el lawfare puede instalarse, incluso, en democracias consolidadas.

Ahora bien, entender qué no es lawfare resulta tan importante como saber cuándo sí lo es. No puede considerarse lawfare una investigación penal iniciada contra un alto funcionario si existen indicios razonables, si se respetan las garantías procesales y si el sistema judicial actúa con independencia. El caso del Fiscal General en España, por ejemplo, no puede encuadrarse dentro de dicho concepto, si lo que se investiga es un hecho con potencial relevancia penal, si las diligencias respetan los procedimientos establecidos y si no se observan patrones de desviación institucional o manipulación del sistema judicial con fines políticos. Invocar el lawfare en este contexto no solo es improcedente, sino que contribuye a trivializar un fenómeno cuya gravedad exige la máxima cautela.

El lawfare opera sobre quienes desafían el statu quo, no sobre quienes lo encarnan

Lo mismo puede decirse de las investigaciones abiertas contra figuras como Santos Cerdán o las indagaciones preliminares iniciadas en Colombia contra el presidente Gustavo Petro: en ninguno de estos casos concurren los elementos que permiten afirmar, con rigor y desde la honestidad intelectual y profesional, que se trata de una persecución judicial con fines de aniquilación política. Se trata de causas que, más allá de sus motivaciones o de su oportunidad, se desarrollan en el marco institucional ordinario, con controles jurisdiccionales y garantías suficientes. Confundir estos escenarios con lawfare implica desarmar el concepto, privarlo de utilidad analítica y dejar a las verdaderas víctimas sin una herramienta eficaz para denunciar su situación.

Una causa no se convierte en lawfare simplemente porque haya sido promovida por enemigos políticos ni porque genere repercusión pública, ni siquiera porque concluya en una absolución. Tampoco basta con señalar que se han vulnerado derechos individuales o que ha existido una filtración interesada. Lo que caracteriza al lawfare es su naturaleza estructural, su objetivo político deliberado, su metodología reiterada y la existencia de alianzas —explícitas o implícitas— entre sectores del aparato judicial, actores políticos y medios de comunicación, sin que exista base fáctica alguna. Es una forma de guerra híbrida, donde el proceso judicial deja de ser un instrumento de justicia para convertirse en una herramienta de disciplinamiento.

Por eso mismo, el lawfare no puede tener como víctima a quien detenta el poder real. Una figura política que controla el aparato institucional u orgánico de un gran partido político, que dispone de mayoría parlamentaria o que dirige la Fiscalía General del Estado difícilmente puede alegar que es objeto de lawfare. La asimetría de poder es clave: el lawfare opera sobre quienes desafían el statu quo, no sobre quienes lo encarnan. Esta distinción es esencial porque, de lo contrario, se abre la puerta a una utilización espuria del concepto, donde cada imputado poderoso pretende blindarse invocando la persecución judicial, como si fuera víctima de una guerra jurídica.

La banalización del lawfare es, en este sentido, una de las mayores amenazas a su correcta identificación. Si todo es lawfare, nada lo es. Si cada investigación contra un político o alto funcionario puede presentarse como un acto de persecución, entonces se desactiva la posibilidad de reconocer los verdaderos casos de instrumentalización del Derecho. Y, lo que es peor, se protege a los corruptos bajo el mismo paraguas que a quienes realmente han sido perseguidos por su ideología, su compromiso social o su labor de defensa o denuncia. La responsabilidad recae, por tanto, no solo en los juristas y académicos que analizan el fenómeno, sino también en los propios actores políticos y mediáticos, que deberían abstenerse de usar el término como escudo retórico para eludir responsabilidades.

En esta deriva, el papel de ciertos medios de comunicación resulta especialmente grave. Durante años guardaron un silencio cómplice cuando la persecución judicial se dirigía contra auténticas víctimas del lawfare, silenciando pruebas de descargo, evitando el escrutinio y convirtiéndose en correa de transmisión de la narrativa institucional. Hoy, sin embargo, algunos de esos mismos medios se atreven —movidos por intereses poco confesables— a cuestionar la autenticidad de documentos que los propios investigados terminan reconociendo como verdaderos, mostrando así una doble vara que revela no solo su falta de ética, sino también su complicidad estructural con el poder que dicen fiscalizar. Este comportamiento no solo distorsiona el debate público, sino que contribuye activamente a erosionar las bases democráticas que fingen defender.

El lawfare representa una patología grave del Estado de Derecho. Su aparición revela fisuras estructurales en la independencia judicial, en la separación de poderes, en la cultura institucional y en el control de los excesos del poder. Combatirlo requiere algo más que declaraciones. Exige mecanismos sólidos de control interno, órganos verdaderamente independientes, medios de comunicación responsables y una ciudadanía alerta. En el ámbito internacional, instituciones como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos actúan como freno a algunas de estas dinámicas, pero la prevención debe comenzar en el plano interno, con compromiso ético, responsabilidad profesional y una defensa firme de los derechos constitucionales y de los principios políticos propios de todo Estado democrático y de Derecho.

En definitiva, el lawfare no es un invento de los culpables ni una excusa de los poderosos. Tampoco es un comodín discursivo que se pueda invocar a conveniencia. Es una realidad documentada, grave y creciente, que amenaza con erosionar el corazón de las democracias si no se la identifica y denuncia con precisión. Pero, al mismo tiempo, su utilización irresponsable —interesada y poco ética— como argumento defensivo ante cualquier causa judicial es igualmente destructiva. Porque debilita el concepto, lo despoja de fuerza y termina siendo funcional a quienes desean vaciarlo de contenido. En estos tiempos inciertos, la claridad conceptual y la honestidad profesional e intelectual son las mejores armas para proteger al Derecho de quienes lo quieren convertir en trinchera.