Desde octubre de 2017 ningún paso del independentismo catalán había tenido un impacto tan profundo, estratégico y tangible como la aprobación de la ley de amnistía y su refrendo por parte del Tribunal Constitucional. Este hecho no es menor. Se trata de la ruptura más significativa que ha sufrido el bloque político, judicial y mediático del régimen del 78 desde su consolidación y representa el mayor éxito político del soberanismo catalán en estos casi ocho años de represión. Negarlo es desconocer el tablero político o, peor aún, actuar desde el resentimiento, la ignorancia política o una interesada ceguera.
Este éxito no ha surgido de la nada. Es el fruto de una estrategia prolongada y firme que, desde los resultados de las elecciones generales de julio de 2023, comenzó a agrietar lo que hasta entonces era un frente político estatal unido contra cualquier concesión al independentismo. La necesidad del PSOE de garantizar la gobernabilidad en un Congreso fragmentado llevó, por primera vez, a reconocer que el conflicto catalán, eminentemente político, necesitaba —como paso previo, aunque no suficiente— una solución judicial. Esto forzó a los socialistas a aceptar una ley que, hasta entonces, les parecía impensable defender: la amnistía.
Es fundamental entender que la aprobación de la ley de amnistía es, ante todo, una victoria política. No porque haya sido concedida graciosamente por el Gobierno, sino porque ha sido arrancada desde una posición de fuerza negociadora por parte de un sector del independentismo catalán. Sin esa estrategia y fuerza negociadora, esta ley nunca habría existido. Se ha logrado, por tanto, una norma que repara parcialmente una década de represión, persecución y criminalización, y que establece un nuevo terreno de juego en el que se reconoce la legitimidad del conflicto catalán como disputa política, no delictiva.
Frente a esta victoria, surgen críticas desde distintos frentes. Algunas provienen de sectores que, atrapados en lógicas de confrontación permanente, se niegan a reconocer avances si no vienen revestidos de una supuesta épica o heroicidad. Son quienes siguen anclados en un discurso maximalista que, aunque legítimo como aspiración, carece de viabilidad práctica. Proponen rutas que solo conducen al aislamiento o a la parálisis —en términos reales, a la desmovilización—, rechazando cualquier paso que no sea el último. Son los guardianes de la pureza ideológica, de las esencias de un independentismo asentado en el realismo mágico, incapaces de operar con herramientas propias de la política real. Este tipo de idealismo mal entendido ha sido, históricamente, uno de los grandes lastres para cualquier movimiento emancipador, aquí y en todos aquellos lugares donde esos legítimos objetivos de independencia se han terminado alcanzando.
Se ha logrado una norma que repara parcialmente una década de represión, persecución y criminalización, y que establece un nuevo terreno de juego en el que se reconoce la legitimidad del conflicto catalán como disputa política, no delictiva
Otras críticas más inquietantes proceden de quienes, desde una concepción etnicista del catalanismo, desprecian todo lo que no responde a su visión identitaria del país. No solo muestran una falta absoluta de sensibilidad hacia la pluralidad de la sociedad catalana, sino que contribuyen a fortalecer, desde dentro, el discurso del nacionalismo español. Actúan como quintacolumnistas involuntarios del régimen del 78, al debilitar la transversalidad del proyecto independentista y restarle legitimidad democrática. Su visión excluyente y esencialista es profundamente incompatible con una idea moderna de soberanía basada en la voluntad democrática, y no en elementos de pertenencia étnica.
Finalmente, están quienes lo critican todo, por sistema. Viejos actores del espacio soberanista cuyas frustraciones personales y reiterados fracasos profesionales se han transformado en discursos permanentemente agraviados. Nunca hay una victoria suficiente, nunca hay una negociación aceptable, nunca hay un interlocutor digno. Estos sectores, en lugar de proponer soluciones concretas, viven en una retórica de la denuncia vacía, alimentada por supuestos agravios, pero incapaces de proyectar alternativas estratégicas reales, concretas y, sobre todo, viables. Es el resentimiento disfrazado de supuesta pureza política.
La lectura serena y técnica de lo sucedido con la ley de amnistía permite ver su profundo calado institucional. Su aprobación no solo ha modificado la arquitectura jurídica del Estado para permitir una reparación parcial —que no total ni suficiente— de la represión, sino que su validación por el Tribunal Constitucional ha provocado una fractura interna de grandes proporciones. El nacionalismo español —en sus distintas esferas de poder político, judicial y mediático—, que siempre había funcionado como un bloque unitario, ha entrado en una espiral de radicalización, enfrentamientos internos y pérdida de legitimidad. La ofensiva contra la amnistía ha terminado revelando la debilidad de quienes pretendían erigirse como defensores de una unidad constitucional petrificada. Han exhibido su incapacidad para encajar cambios estructurales sin recurrir al grito, la amenaza o la deslegitimación del adversario.
Al mismo tiempo, la izquierda española —casi siempre jacobina— ha quedado también afectada. Aunque haya sido bajo presión, el reconocimiento de la amnistía como paso necesario para encauzar el conflicto supone una ruptura con años de subordinación discursiva al relato nacionalista español. Este giro, aunque táctico, marca un precedente irreversible: por primera vez, una ley de naturaleza sustancialmente soberanista ha sido aprobada en sede estatal. El independentismo no ha renunciado a nada de lo esencial. Al contrario, ha ganado tiempo, espacio y legitimidad. Y lo ha hecho sin un solo acto de violencia, sin que nadie pueda argumentar que este avance ha traicionado sus principios democráticos.
Se ha logrado quebrar la unidad del nacionalismo español, se ha arrancado una ley en favor de los represaliados, y se ha vuelto a poner al independentismo en el centro del tablero político
Quienes critican la ley por considerarla un simple salvavidas para los dirigentes procesados olvidan que, de una parte, son ellos quienes están pendientes de la aplicación de la ley y, de otra, que no existe avance posible sin garantizar las condiciones mínimas para seguir actuando. Una democracia no se mide por la severidad de sus castigos, sino por su capacidad de corregir sus errores. La amnistía, en este sentido, es también una victoria del derecho sobre la venganza. El Estado no concede perdón, sino que reconoce que la represión fue un error político. Eso, en términos simbólicos e históricos, es de un valor incalculable.
Conviene, por tanto, recordar que este éxito ha sido posible no por una alineación de astros, sino por una estrategia perseverante, paciente y negociadora: se ha aguantado la posición. La descomposición del régimen del 78 —visible en sus múltiples casos de corrupción, en la pérdida de credibilidad institucional, en la judicialización de la política y en la polarización social— ha generado un contexto ideal para que las fuerzas independentistas actúen con inteligencia. La ley de amnistía es, en este sentido, un golpe certero al corazón del relato fundacional del régimen: la transición pactada, la indisoluble unidad de España y la sacralización del orden constitucional de 1978.
Comprender esto exige una mirada omnicomprensiva, no reducida al corto plazo ni a los titulares. Exige entender que los procesos de transformación política rara vez se dan en forma de estallidos definitivos y, más bien, requieren acumulaciones estratégicas y desbordamientos progresivos. La amnistía ha introducido un precedente que abrirá nuevas grietas, modificará correlaciones de fuerzas y permitirá volver a hablar de soluciones políticas sin la sombra de la represión penal.
Negar esto, insistir en el nihilismo político o en el maximalismo abstracto no solo es intelectualmente deshonesto, sino, además, una forma de contribuir a la parálisis que se traduce en desmovilización. Hay que saber leer los tiempos, valorar los logros y prepararse para los siguientes pasos. La historia no se construye desde la pureza, sino desde la inteligencia política. Y lo conseguido con la ley de amnistía es, sin duda, una de las jugadas más inteligentes de los últimos años. Solo quienes no quieren ver la magnitud de este cambio seguirán repitiendo que no ha pasado nada. Pero sí ha pasado: se ha logrado quebrar la unidad del nacionalismo español, se ha arrancado una ley en favor de los represaliados, y se ha vuelto a poner al independentismo en el centro del tablero político.