El acuerdo de claridad planteado por Pere Aragonès es una forma más de pasar el rato para intentar llegar al final de la legislatura el 2025. Como pretendía serlo la idea del pacto fiscal con que Artur Mas accedió en 2010 a la presidencia de Catalunya y que quería que le durara hasta agotar el mandato el 2014. Pero al 129º president de la Generalitat el disparo le salió por la culata y el 2012 tuvo que arriar velas y correr a convocar nuevas elecciones si no quería que el inesperado clamor popular en favor no del pacto fiscal, sino de la independencia, le pasara por encima. Y al 132º president de la Generalitat va camino de sucederle algo parecido con una propuesta —la que Canadá ha utilizado para cerrar el paso de Quebec a la secesión— que nace caducada y condenada al fracaso. Sobre todo porque para cerrar un acuerdo, para acordar lo que sea, hace falta más de una parte, y por ahora ERC está sentada sola en una mesa de diálogo imaginaria al otro lado de la cual nunca ha habido nadie. Uno y otro han podido y podrán marear la perdiz tanto como quieran, pero nunca llegarán a buen puerto.

¿Tiene algún sentido hacer planteamientos de este tipo a estas alturas del partido que Catalunya disputa con España para tratar de ver reconocida su identidad nacional y conseguir un grado notable de libertad? La verdad es que ninguno. Después de más de trescientos años de persecución, de represión de todo tipo, de prohibición de las señas de identidad, de maltrato de la lengua, de menosprecio de todo lo que huele a catalán, de rechazo de cualquier iniciativa para resolver el conflicto político, propuestas que lo único que prevean sea el entendimiento con España resultan tan inútiles como desfasadas, porque durante todo este tiempo Catalunya se ha hartado de plantearlas y siempre ha recibido la negativa como respuesta. Después de más de trescientos años de probarlo, es una vía agotada, muerta, de hecho. Por tanto, volver a insistir en lo mismo cuando el resultado es de sobras conocido no lleva a ninguna parte y hablar aún ahora de referéndum pactado con el estado español es talmente un oxímoron. Es, en cualquier caso, una pérdida de tiempo que sólo es útil para engrasar la batalla partidista entre los participantes de la comedia.

Catalunya podría declarar la independencia invocando la violación masiva y flagrante de sus derechos

Durante estos tres siglos el pueblo catalán se ha más que cargado de razones para emprender el camino que más le convenga, una vez constatado que la llamada “senda del diálogo” no sirve y que con España es imposible acordar nada. Llegados a este punto, la única salida viable es ir derecho al grano. Esto significa proclamar la independencia y, sobre todo, aplicarla y defenderla. ¿Y cómo se hace después del sonado fracaso de octubre de 2017? El derecho internacional identifica tres situaciones en las que los pueblos pueden invocar el principio de libre determinación para alcanzarla: la de los pueblos colonizados, la de los pueblos anexionados por conquista, dominación extranjera u ocupación, y la de los pueblos oprimidos por la violación masiva y flagrante de sus derechos. El mismo Gobierno español, en un informe del Ministerio de Asuntos Exteriores publicado el 17 de mayo del 2014, cuando lo dirigía José Manuel García-Margallo, reconocía esta realidad: “El defendido derecho de separación como plasmación del principio de libre determinación de los pueblos tan sólo cabe en supuestos de situación colonial (proceso descolonizador), pueblos anexionados por conquista, dominación extranjera u ocupación (países bálticos tras guerra fría) y pueblos oprimidos por violación masiva y flagrante de sus derechos (Sudán del Sur o acaso, para algunos, Kosovo)”. Los contrarios a la independencia siempre han sostenido que la autodeterminación, reconocida por la Carta de Naciones Unidas y desarrollada por la sucesiva legislación internacional que en todos los casos ha sido asumida por España, es un principio que sólo hace referencia a las colonias y que, en consecuencia, no es aplicable a Catalunya, en la medida en que no es una colonia ni se trata tampoco de un país ocupado, porque forma parte de un Estado teóricamente democrático.

Es muy discutible que Catalunya no pueda ser considerado un país ocupado y anexionado por derecho de conquista desde 1714 y que, fruto de ello, desde entonces haya sido sometido a un trato absolutamente colonial. Pero aun admitiendo que los dos primeros supuestos no se le pudieran aplicar, lo que no ofrece ninguna duda es que el tercero le va como anillo al dedo. O lo que es lo mismo, Catalunya podría declarar la independencia invocando la violación masiva y flagrante de sus derechos, que, además de ser lo que ha sufrido sistemáticamente durante estos más de trescientos años, es lo que se ha puesto de manifiesto y se sigue poniendo de manifiesto muy gráficamente desde el referéndum del 1 de octubre de 2017 hasta ahora a través de la existencia de presos políticos, exiliados y miles de represaliados anónimos y de la persecución policial y judicial, en definitiva, de todo el movimiento independentista. Ser precisamente un pueblo oprimido por la violación masiva y flagrante de sus derechos es lo que han invocado algunos de los últimos estados que se han independizado, como Sudán del Sur o Kosovo, y que les ha sido reconocido internacionalmente (España no lo ha hecho justamente para no sentar ningún precedente para el caso de Catalunya). ¿Y la pregunta es por qué Catalunya no podría hacer lo mismo, y más teniendo a su favor el resultado de un referéndum que lo avala y una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que, por primera vez, introduce el concepto de vulneración de derechos a “un grupo de personas objetivamente identificables”, que en la práctica equivale a un reconocimiento de los catalanes como minoría nacional?

Pues básicamente porque hoy Catalunya no tiene una clase política que esté por la labor de hacerlo. Es más, en estos momentos los partidos mal llamados independentistas no sólo juegan a la contra del movimiento independentista, sino que hacen esfuerzos ingentes para deslegitimar el referéndum del Primero de Octubre, y la Generalitat, desde las elecciones de diciembre del 2017 impuestas por la aplicación del artículo 155 de la Constitución y en las que ERC, JxCat y la CUP participaron sin ningún tipo de complejo, está en manos de un Gobierno de Vichy —primero formado por ERC y JxCat y después sólo por ERC— que administra la colonia de acuerdo con los intereses y los designios de la metrópoli. No es extraño, en este contexto, que un catalán se las vea y desee para explicar de forma congruente a unos amigos escoceses cómo es posible que habiendo ganado tan claramente el en el referéndum Catalunya aún no sea independiente, según relataba hace unos días el ciudadano X en las redes sociales.

Que Pere Aragonès incorpore a un llamado consejo académico que debe ser el encargado de establecer el contenido de su acuerdo de claridad personajes como Astrid Barrio, contraria no sólo a la independencia —posición perfectamente legítima—, sino a la celebración misma de un referéndum, y otros supuestos expertos sin experiencia es sin duda toda una declaración de intenciones que clarifica de manera diáfana cómo detrás de todo ello sólo se esconde la voluntad de devaluar y limitar el ejercicio del derecho de autodeterminación. Invocar la violación masiva y flagrante de los derechos para acceder a la independencia nada tiene que ver, ciertamente, con un acuerdo de claridad, pero es, en cambio, una propuesta alternativa muy clara, más que la otra.