La única noticia importante de la pasada Diada fue comprobar cómo dentro del independentismo se ha dado un cambio de hegemonía y esta apunta a favor de Aliança Catalana. La sensación va más allá del hecho anecdótico que los alianzados llenaran el fossar de les Moreres con un temple mucho más vivo que el de cualquier otra formación política (tampoco es muy difícil) y también de los probables futuros éxitos de Sílvia Orriols en las urnas o de la sensación de fuerza que emana de la lideresa en cuestión, sobre todo si la comparamos con cadáveres de la política como Jordi Turull, Elisenda Alamany o el desdichado pesado de Lluís Llach. El cambio que prefigura Aliança descansa en dos bases; en primer término, Orriols se ha mantenido en la vía unilateral enmendando el cinismo procesista como pocos nos hemos atrevido a hacer y, en segundo lugar, ha conseguido situar la inmigración como tema central-relativo a la prosperidad del país.
En este sentido, hace cierta gracia ver cómo —a pesar de maldecir los huesos a los alianzados la mayoría de los políticos y articulistas del país se han ido decantando paulatina y subordinadamente a su marco mental. Primero estarían los juntaires que, temerosos de perder gran parte de su electorado, intentaron presionar a Pedro Sánchez para que entregara las competencias sobre inmigración a la Generalitat. Aunque Puigdemont se acabe entendiendo con el PSOE, este será un pacto descafeinado, pues dudo mucho que la izquierda española pueda acabar accediendo a prerrogativas estatales como regalar el control fronterizo a los Mossos. El resto del soberanismo ha seguido también esta pauta, y ahora no hay ni un solo líder del procés que no tenga que ver cómo incluso alguno de sus periodistas afines les pregunta cómo se podrán garantizar los servicios públicos a los catalanes en un futuro país que llegue a diez millones de habitantes.
La réplica a las tesis de Aliança ha tenido una presencia tan blanda en la mayoría de los partidos catalanes (desde el famoso "en Catalunya quien la hace la paga" del president Illa, pasando por acusaciones absolutamente indocumentadas que describen a la alcaldesa de Ripoll como una fascista), que Orriols no se ha tenido que rascar nada el bolsillo a fin de que le hagan campaña y así no dominar la equisfera de la tribu. Si la parsimoniosa y aburrida Diada de la semana pasada nos mostró alguna cosa, oso insistir, es la clarísima intuición que el futuro de la política catalana consistirá en una colisión entre la imposición violenta de la normalidad política por parte del PSC y de la alternativa que Orriols sea capaz de dar al procesismo. De hecho, desde que Illa es president de la Generalitat, los únicos instantes en que hemos visto al president airado y algo incómodo ha sido en las disputas con la capataza de Aliança en el Parlament.
Los cambios de hegemonía muy a menudo no responden a ninguna reflexión previa y todo el mundo, guste o no, empieza en alianzarse a su manera
Todo esto que escribo forma parte del mundo de los hechos y contarlos es la obligación de cualquier plumilla. Eso no quiere decir que a servidor le entusiasme el mensaje que pide este cambio de hegemonía. Yo no tengo ningún problema con los recién llegados que han sobrepoblado Catalunya durante los últimos lustros; en primer lugar, porque su llegada masiva fue producto de una política inmobiliaria de mano de obra cutre que, tanto en Catalunya como en España y hay que recordarlo, fue impulsada por la derecha nacionalista. Comprendo a la perfección que haya que urdir estrategias para mantener los servicios públicos en un país como el nuestro, que en poquísimos años pasará a ver doblada su población; y tampoco tengo ninguna alergia a exigir medios para que los recién llegados respeten y sobre todo adopten la cultura del país. De hecho, la calculadora me dice que, con el fin de alcanzar la secesión, no tendremos suficiente con la Catalunya más pura.
Justamente por todo eso, acusar a los recién llegados de ser los principales culpables de una supuesta sustitución cultural en el país, aparte de mentira, me parece una tesis altamente cobarde. Después de años en que, por poner un ejemplo, el uso del catalán ha bajado de forma dramática —¡y bajo gobiernos aparentemente independentistes!— comprenderéis que ir acusando a los moros de que la gente no lea a Ausiàs March me parece tener la cara muy dura. De hecho, y lo digo desde la más estricta visión personal de habitante de Ciutat Vella, la mayoría de los recién llegados con los cuales convivo comparten mi cultura y no son ningún impedimento para hacer prosperar la subsistencia y la excelencia; no puedo decir lo mismo de los españoles, a quienes Sílvia Orriols acostumbra a prestar mucha menos atención, cuando son precisamente ellos, no los marroquíes y los pakistaníes, quienes comandan todos los aparatos ideológicos estatales.
Pero todas estas enmiendas están de más, porque los cambios de hegemonía muy a menudo no responden a ninguna reflexión previa y todo el mundo, guste o no, empieza a alianzarse a su manera. En este sentido, y de cara a recuperar la mayoría independentista en el Parlament, se me hace difícil de entender cómo Puigdemont y Junqueras pueden reunirse (y traficar políticamente) con los autores materiales del 155 y no se pueden sentar a charlar un rato con Sílvia Orriols. Puestos a alianzarse, mejor que lo hagan al lado de la inventora de su futuro discurso.