Ya han pasado seis Navidades fuera de casa, y ahora que empieza el año 2023 y es hora de buenos propósitos, es evidente que tenemos que conseguir que no pasen fuera la Navidad número siete. El exilio es una herida abierta que señala directamente a España como un país retrógrado e intolerante que embrutece Europa, pero también nos señala a nosotros, los catalanes. Y no solo a los catalanes que actúan como sicarios ideológicos de la represión, y han aplaudido el escarnio y se han mofado de nuestros líderes, sino también a los que, desde posiciones próximas, han normalizado una situación anómala, democráticamente insostenible y humanamente malvada. Si, como es evidente, con respecto al exilio ha habido un intenso y permanente fuego enemigo, también hay que denunciar que ha habido un perverso y cobarde fuego amigo.

 

 

Digámoslo claro, porque forma parte de nuestras vergüenzas más descarnadas: una parte del independentismo ha menospreciado el exilio, y no solo no lo considera un eje central de la lucha política, sino que abiertamente le molesta su existencia. Aquellos que han decidido salir "temporalmente" del camino de la independencia —sea para buscar un atajo ficticio, sea para dar un rodeo inacabable— se sienten incómodos (y amenazados) por la actividad de los líderes exiliados, los éxitos judiciales de los cuales los ponen en evidencia. En este sentido, la desidia con la que todos estos han naturalizado el hecho de tener líderes democráticos, representantes del pueblo catalán —incluyendo a su president legítimo—, alejados de su tierra y de su gente, es una de las ignominias que tendremos que explicar cuando hagamos la crónica de estos tiempos agitados.

El retorno de Puigdemont será mucho más que un acto de justicia, será un símbolo de una importancia que traspasará fronteras y que volverá a poner el conflicto catalán en el mapa

El retorno del exilio como motor de lucha, como primer hito colectivo, como exigencia irrenunciable, este tendría que ser el compromiso de los catalanes, por lo menos de aquellos que se sienten apelados por la defensa de los derechos democráticos. Y, aunque los posibilistas y los ínclitos del pragmatismo aseguren que eso no será posible si no se pasa por el canal judicial-represivo, es un hecho indiscutible que nos hemos rendido sin presentar batalla, amoldados a la "normalidad" de tener líderes catalanes exiliados. Las fuerzas populares que podemos tener no se han movilizado, las herramientas políticas que las circunstancias han otorgado (por ejemplo, el poder en Madrid) no se han utilizado, y la dignidad del país se ha arrastrado por los suelos.

¿Qué, cómo, de qué manera se puede encontrar una salida a la cuestión del exilio? El problema no es la falta de respuestas, sino el hecho patético de que no hemos llegado a hacernos las preguntas. Sencillamente nos hemos conformado y nos hemos rendido.

Con todo, es muy posible que el exilio vuelva a través de la puerta alternativa que podría abrir la justicia europea, gracias a la constancia de los exiliados y a la inteligencia estratégica de sus abogados. El 31 de enero, con la sentencia del TJUE, tendremos la primera cata de esta vía que, si sale bien, tendría que cambiar el paradigma actual de Catalunya. Pero ¿en qué sentido? Porque la cuestión no es solo que el president Puigdemont pueda volver —lo cual será un terremoto político indiscutible, tanto en Catalunya, como en España—, sino ¿para hacer qué? Y este es uno de los grandes deberes que tiene el independentismo en su agenda. ¿Cómo se prepara el país para el retorno del president, qué habrá que hacer, qué márgenes, qué movimientos tácticos, qué estrategias? El retorno de Puigdemont será mucho más que un acto de justicia, será un símbolo de una importancia que traspasará fronteras y que volverá a poner el conflicto catalán en el mapa. Es inimaginable que todo continúe igual, o que se mantenga el gobierno de pacotilla actual, o que no se movilice la ciudadanía. Sin embargo, para que el retorno sacuda realmente el país y permita la creación de un momentum, son necesarias dos cosas imprescindibles: una, que el independentismo que queda en pie, el que no se ha rendido, empiece a trabajar en esta dirección, y de manera coordinada; y la otra, que se rehúya toda improvisación y se dibuje un escenario de larga duración.

Ni el president, ni el resto del exilio vendrán para pasear un rato por la Rambla. Si finalmente vuelven, asumiendo los múltiples riesgos que pueden sufrir en España —donde cualquier burrada es imaginable—, lo harán para culminar el procés que se emprendió en 2017. Y esta vez no se puede decepcionar a la ciudadanía.

Es cierto que podría ocurrir el escenario inverso y que no saliera bien la sentencia del TJUE, aunque Gonzalo Boye no cree que eso pase. Si este fuera el caso, también ha llegado la hora de resurgir como pueblo. No nos podemos permitir un nuevo año de indolencia, desconcierto y autonomismo de bajos vuelos. Ni tampoco una nueva Navidad con nuestra gente en el exilio. Se tiene que acabar la siesta independentista. El 2023 viene con perspectivas, y nos tiene que encontrar bien despiertos.