Bertrand Russell murió en 1970. Estaba a punto de cumplir noventa y ocho años y había vivido mucho. Era un intelectual y un defensor de la desobediencia civil por motivos éticos más que religiosos, que son los que inspiraron a Gandhi y a Martin Luther King Jr. Seguramente por eso, porque no era un simple teórico, ni tampoco un doctrinario, Russell fue capaz de replantearse algunas certezas a la luz de las circunstancias vividas. Quienes han estudiado el personaje manifiestan que parecía tender al pesimismo o al menos al escepticismo, pero anímicamente era muy vitalista. Se negaba a asumir el fatalismo de quien cree que el sufrimiento redime a la humanidad.

La autobiografía de Russell empieza con una declaración de principios: “Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de aquí para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación”. Este es el riesgo que tiene pensar. Siempre he considerado que la mayoría de la gente confunde una idea con un ideal, aunque etimológicamente los dos vocablos estén relacionados. La representación mental de una cosa —real o imaginaria— no comporta, necesariamente, que esa cosa pueda ser considerada como el modelo perfecto que sirve de norma en cualquier dominio ideal. Un principio.

He pensado en Russell mientras escuchaba los argumentos de los grupos parlamentarios para avalar o no el envío de armas a Ucrania para contener la invasión rusa. El portavoz de Esquerra, Gabriel Rufián, ha intervenido para soltar la idea, que comparto, que si la comunidad internacional hubiera apoyado a los antifascistas republicanos, seguramente hoy Franco sería un golpista olvidado y España un país mejor. He creído entender que con esa metáfora se posicionaba a favor del envío de armas en Ucrania, como así también se ha manifestado Míriam Nogueras, de Junts. Pero por lo que se ve, el republicano, a diferencia de la independentista, fuera del hemiciclo ha querido matizar sus palabras y ha afirmado que “como antimilitarista nunca estaré a favor del envío de más guerra a una guerra”. ¿En qué quedamos?

Putin es una amenaza para el mundo como lo son otros autócratas, algunos de los cuales conviven en el seno de la Unión Europea. Hay que pararle los pies y derrocarle

Russell cambió de posición respecto de su pacifismo militante entre la primera y la segunda guerra mundiales. Al estallar la guerra de 1914, Russell no entendía el entusiasmo popular que se palpaba en las calles de Londres. Se mostró sorprendido al ver un pelotón de ingleses exaltados que aprobaba combatir a las potencias centrales, y especialmente a los alemanes, mientras cantaba el God Save the King (entonces el rey era Jorge V) en Trafalgar Square. Al cabo de veinticinco años, durante la Segunda Guerra Mundial, Russell ya no era tan pacifista ante la amenaza de la Alemania nazi contra todo indicio de libertad y dignidad para millones de seres humanos. Y esto cuando todavía no se sabía hasta dónde llegaba la maldad del régimen nazi. Del Holocausto ni se hablaba. En la década de 1940, intuyendo también las intenciones de los soviéticos a raíz del pacto Molotov–Ribbentrop de agosto de 1939, Russell llegó a reclamar algún gesto de seria advertencia por parte de las democracias occidentales contra la expansión estalinista en la Europa Oriental. El expansionismo territorial no era solo una obsesión de los nazis. En la década de los años sesenta Russell volvió a posicionarse en contra de la intervención estadounidense en la guerra del Vietnam. Estos cambios de opinión de Russell, que, si cribamos bien, sorprendentemente se constataron incluso cuando defendió algunas guerras coloniales porque comportaban la defensa de la civilización, estaban pensados. En el artículo “The ethics of war”, de 1915, Russell clasificó las guerras en cuatro grupos: (1) guerras de colonización, (2) de principios, (3) de autodefensa, y (4) de prestigio. A su entender, la Gran Guerra de 1914 pertenecía al cuarto tipo y, en cambio, la Segunda Guerra Mundial era de principios. Se estaba jugando algo más que el estatus de un estado o los dominios de los imperios.

No seré yo quien me atreva a interpretar qué opinaría hoy en día Bertrand Russell ante la agresión rusa a Ucrania promovida por Putin, un sátrapa camuflado, pero que puede ser tanto o más peligroso que Stalin y Hitler juntos. De momento ya ha amenazado con utilizar el armamento nuclear que durante la guerra fría sirvió para forzar la llamada, irónicamente, coexistencia pacífica. No eran los principios lo que aseguraban la paz. Eran los misiles nucleares y la capacidad que cada bloque decía tener para chafar al contrario. Putin es una amenaza para el mundo como lo son otros autócratas, algunos de los cuales conviven en el seno de la Unión Europea. Hay que pararle los pies y derrocarle. Es impresentable recurrir al antiamericanismo infantil para defender a Putin, como si él fuera el representante de la izquierda mundial porque anhela recuperar el esplendor de la URSS. 

Soy pacifista por convicción. A veces me he encontrado con una situación incómoda, porque era minoritaria, al rehusar justificar, por ejemplo, el uso de la violencia terrorista como método para luchar por un ideal político. Pero, como el gran teórico de la desobediencia civil, comprendo cuáles son los peligros del pacifismo a palo seco. Deberíamos seguir a Pierre Vilar y aprender a pensar históricamente el presente. ¡La historia jamás se repite idénticamente; no obstante, las amenazas a menudo se parecen! Mijaíl Bajtín, un escritor rusófono nacido en Orel, una ciudad de la Rus de Kiev, el primer estado eslavo oriental, afirmaba en 1943 que “el que es engañado se convierte en un objeto”. La guerra de la información, que Russell no incluyó en su clasificación de los conflictos bélicos, es hoy en día el principal tipo de guerra. El presidente ucraniano Volodímir Zelenski, que es más listo que la caricatura que algunos hicieron de él, lo sabía antes que los que hoy se ven obligados a hacer equilibrios ante un conflicto que, les guste o no, es de esos de herrar o quitar el banco. Es una guerra de principios.