“El dinero alcanza cuando nadie roba”. Este fue el lema que utilizó en campaña el recientemente proclamado presidente de El Salvador, Nayib Armando Bukele Ortez, un joven publicista de 37 años con orígenes palestinos y semblante moderno. Si observan las fotografías colgadas en Twitter de sus audiencias con los mandatarios que acudieron a su toma de posesión el sábado pasado, lo que destacan son sus calcetines rojos, a juego con el pañuelo que le sobresale del bolsillo superior de la americana de un traje de color negro que refuerza su esbelta figura. A su lado, por poner un ejemplo, el presidente del Senado español, el filósofo Manuel Cruz, parece un hombre del siglo XIX, tanto como el jovencísimo canciller conservador austríaco Sebastian Kurz, nacido en 1986. Esos calcetines rojos de Bukele son una declaración de principios y no solo una extravagancia.

La mayoría de los comentaristas se preguntan cómo un “candidato millennial”, aparentemente sin ideología ni un partido fuerte que le apoye, pudo derrotar al tradicional bipartidismo salvadoreño, instaurado tras el fin de la guerra civil en 1992 y el reparto de poder entre los antaño enemigos del partido de la derecha, la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), y la conocida guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Bukele, ganador por mayoría absoluta en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del pasado mes de febrero, tuvo su bautizo político en 2012, cuando llegó a la alcaldía de Nuevo Cuscatlán, una pequeña localidad al noreste del departamento La Libertad, de la mano, precisamente, del frente guerrillero. Con posterioridad, entre 2015 y 2018, se convirtió en alcalde de la capital, San Salvador, con el apoyo otra vez del FMLN y la izquierda salvadoreña.

¿Qué pasó para que ese joven se alejase de la izquierda y acudiese a las elecciones con la cobertura de un pequeño partido conservador, la Gran Alianza para la Unidad Nacional (GANA), encabezado por el expresidente salvadoreño Antonio Saca? Tras su salida del Frente, Bukele se posicionó como líder de Nuevas Ideas, un movimiento de izquierdas que no pudo concurrir a las elecciones presidenciales por no inscribirse a tiempo como partido político, lo que obligó al joven aspirante a buscar una salida de emergencia. Poco importan las siglas y los partidos, aunque su partido sigue siendo Nuevas Ideas, porque la victoria de Bukele se basó en su talante, en un carisma ganado en las redes sociales y un cuidado estilo.

La izquierda clásica, y no digamos la derecha carpetovetónica, ha sido un fiasco incluso donde la razón histórica estaba de su parte

El Salvador fue a principios de los ochenta y durante algo más de una década el nuevo Vietnam de EE.UU. La guerra civil era, en realidad, otro de los escenarios de la Guerra Fría. Según la Comisión de la Verdad organizada al acabar el conflicto, la guerra se cobró 11.268 víctimas, entre muertes y desapariciones, cuyos responsables fueron, en un 45%, las fuerzas gubernamentales, mientras que el 40% se atribuye a los grupos paramilitares de extrema derecha (entre ellos los temidos Escuadrones de la Muerte) y sólo un 5% a los guerrilleros del FMLN. El Salvador es un país pequeño tanto en extensión como en población, con apenas 6,5 millones de habitantes, donde el hedor de la muerte llegó a todos los hogares. Pero la guerra se terminó al poco de caer el Muro y los acuerdos de paz permitieron la integración de la guerrilla en la vida política, hasta el punto de que su líder, Mauricio Funes, llegó a la presidencia en 2009. Hoy Funes es un prófugo de la justicia salvadoreña y vive asilado en Nicaragua, arropado por Daniel Ortega, el falso mesías de la revolución nicaragüense. Cerca de un tercio de los hogares salvadoreños viven en la pobreza y el Banco Mundial señaló que la renta per cápita del año en curso es de 3.560 dólares. Esa es la razón por la que muchos salvadoreños se unieron a las recientes caravanas de migrantes que recorrieron México a pie con el objetivo de llegar a EE.UU. Bukele tiene ahí, en los pobres que la corrupción de la izquierda antiguamente redentora no supo aminorar, su granero de votos.

A Bukele se le ataca desde todos los frentes, pero especialmente por parte de esa izquierda que, creyéndose superior, sigue sin enterarse de que ya nadie admite que le den sopas con hondas para sentirse “salvado”. La izquierda clásica, y no digamos la derecha carpetovetónica, ha sido un fiasco incluso donde la razón histórica estaba de su parte. ¿Quién no sintió solidaridad con la causa por la libertad salvadoreña viendo la película Salvador, dirigida por Oliver Stone en 1982? ¿Quién no sintió lo mismo sentado en la butaca de un cine mientras asimilaba el dolor de Jack Lemmon y Sissy Spacek en ese Desaparecido chileno de 1973, una excelente película de Costa-Gavras también de 1982? ¿Quién no simpatizó con los tres periodistas americanos —Russell Price (Nick Nolte), Claire (Joanna Cassidy) y Alex Grazier (Gene Hackman)— que en Bajo el fuego (1983), de Roger Spottiswoode, viajan a Nicaragua en 1979, donde la guerrilla sandinista está a punto de derrocar al dictador Anastasio Somoza, a pesar de que cuenta con la ayuda de la CIA, y se involucran en la revolución por un nada discutible imperativo moral? Esas películas están inspiradas en hechos reales —las trágicas circunstancias de los periodistas Richard Boyle, Bill Stewart y Charles Horman, respectivamente— y reflejan la crueldad de los regímenes dictatoriales sostenidos por EE.UU. Lo malo es que lo que vino después no fue mucho mejor. Bukele sacó partido de su “radicalidad” social —estilo 15-M, pero sin rastas— ante una juventud que, frente a la persistente pobreza, no le queda otra que optar por marcharse en busca de El Dorado, aunque sea andando, o si se queda en El Salvador, no está para que le cuenten películas del pasado y presta atención a quien les promete que “el dinero alcanza cuando nadie roba”. El sueño de los de abajo.