1. El enemigo de mi enemigo no es mi amigo. La invasión rusa de Ucrania ha retratado a todo el mundo. Como si todavía estuviéramos viviendo la guerra fría iniciada en 1947, ha habido políticos y comentaristas que han adoptado una actitud ambigua respecto a la barbarie promovida por el autócrata del Kremlin, Vladímir Putin. Envueltos con un pacifismo que, como ya les conté en mi última columna, no sabe calibrar la profundidad ética de este conflicto, hay quien defiende no enviar armas a los ucranianos para “acabar”, dicen, con el sufrimiento de la población indefensa. La ceguera de esta gente es impresionante. Incluso han celebrado las declaraciones de un militar retirado español que desde un púlpito televisivo predicó el desarme de los ucranianos con argumentos militares. Razem (Juntos), un partido de izquierda polaco tipo Podemos creado en 2015, reprocha a la izquierda europea la ambigüedad ante el conflicto. Recrimina a Pablo Iglesias y a Yanis Varoufakis, pero también a Ségolène Royal, del PSF, y a Rolf Mützenich, del SPD, y a los dirigentes de Die Linke, haber asumido la tesis rusa de que la guerra es consecuencia de las ansias expansivas de la OTAN. Los rusos no están en peligro de extinción, observan desde Polonia, con la mirada geopolítica de quien sabe de qué está hablando. Es Rusia la que se está zampando Ucrania.

Los argumentos para abandonar a su suerte a los ucranianos y después recoger las migajas recuerdan el principio de no intervención esgrimido por franceses y británicos en 1936 respecto al golpe de Estado franquista. Este principio, que remonta a la doctrina Monroe (sintetizada con el lema “América para los americanos”), sirvió para poner a los pies de los caballos la República española. Ya sabemos cómo acabó aquella no intervención. La aviación alemana e italiana bombardeó a placer la población de la zona republicana, mientras que ningún avión aliado bombardeó, por ejemplo, Burgos, sede de los mandamases de Franco. Puesto que los enemigos de Putin son las democracias liberales, estos improvisados pacifistas de ahora están decididos a enmendar el proverbio árabe que dice que “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. No se dan cuenta —o quizás sí y ya les parece bien— que la guerra de Putin de estos días va dirigida a cambiar, primero, el destino de los ucranianos, y, a continuación, el nuestro.

2. Los efectos del “No a la guerra”. Durante un tiempo creí que Putin no se atrevería a traspasar la línea roja que suponía invadir un estado soberano de Europa. Tal vez él no ha conseguido predecir las dificultades de su ofensiva, pero reconozco que debe tener muy medida la psicología de los gobernantes occidentales y, en especial, de la población europea. La reacción inmediata y espontánea de los europeos ha sido un no a la guerra unánime que, en realidad, es una condena de los ucranianos. Lo suyo era salir a la calle blandiendo pancartas en defensa de la libertad y el derecho de autodeterminación de los pueblos, porque esta guerra va de eso. Los independentistas catalanes tendrían que ser los primeros en verlo. Cuando Putin dice que Ucrania no existe porque no es una nación diferenciada de Rusia, la música tendría que resultarnos familiar. El españolismo afirma lo mismo de Catalunya e incluso ha dado nombre a una parte del sur del país, Tabarnia, para enfatizarlo. Putin acusa a los soberanistas ucranianos de ser nazis como los españolistas insultan a los independentistas catalanes con un neologismo, lazis, que evoca directamente el nazismo. La perversión del lenguaje forma parte de la propaganda difundida para construir el enemigo.

El imperialismo ruso no es nuevo, pero Putin lo ha reactivado con una agresividad nacionalista propia de los estados decimonónicos

En un breve ensayo cuyo título es, precisamente, Costruire il nemico, Umberto Eco explicó una anécdota que vivió al subirse a un taxi en Nueva York. El taxista, que era de origen pakistaní, le preguntó que de dónde era y qué lengua hablaba y por qué los italianos no hablaban inglés. Una vez hechas las presentaciones, el taxista, impertérrito, preguntó a Eco cuáles eran los “enemigos” de los italianos. Eco reaccionó con sorpresa y el vivaracho conductor le aclaró que lo que quería saber era con qué pueblos estaban en guerra los italianos, con quiénes se disputaban un trozo de tierra y con quién se odiaban. Eco se vistió de europeo y negó que los italianos estuvieran en guerra con nadie. El ensayo es al fin una prolija argumentación sobre por qué los italianos no saben cuáles son sus enemigos exteriores porque están permanentemente enfrentados internamente: la izquierda contra la derecha, el sur contra el norte y la Mafia contra el estado. Hoy los italianos y todos los europeos deberíamos reconocer que la OTAN no sirve de nada si no es capaz de proteger de verdad a los ucranianos ante el enemigo real que vive en Moscú. Bombardear Belgrado en 1999 protegió a los kosovares y les proporcionó la independencia, el rechazo de la OTAN de aplicar una zona de exclusión aérea en Ucrania es ahora una sentencia de muerte para los ucranianos.

3. La equivocación de Fukuyama. Que el fin de la historia no se produjo en 1989 con la caída del Muro y la descomposición del bloque soviético lo ha reconocido incluso quien fue el gran defensor de esa teoría, Francis Fukuyama. La desaparición de los regímenes comunistas no comportó el triunfo del liberalismo y la democracia. Aquella teoría ya estaba equivocada, de entrada, porque ninguneaba que China o muchos de sus aliados asiáticos y africanos estaban subyugados por dictaduras comunistas. Pero, es más, la desaparición de la nomenclatura en los estados del antiguo Pacto de Varsovia no significó, salvo en algún caso excepcional, como por ejemplo en Chequia, la difusión del espíritu de libertad propio del liberalismo. Al contrario. Cuando el rastrojo del mal permanece, los tallos malvados vuelven a crecer. En Rusia, con Putin, o en España con los franquistas.

Fukuyama cometió los mismos errores que los analistas marxistas, tan de moda a finales de los años sesenta del siglo XX, al analizar el futuro. El imperialismo ruso no es nuevo, pero Putin lo ha reactivado con una agresividad nacionalista propia de los estados decimonónicos. Este hombre lleva tiempo siendo así. No ha enloquecido de repente. Lleva años dedicándose a eliminar a periodistas, opositores y a guerrear, como ha hecho en Chechenia, Georgia y en otros territorios de la antigua URSS para recuperar el poder imperial ruso perdido en 1918 con la “rendición” de Lenin. Tal como expuso Anne Applebaum en un artículo de finales del año pasado, The bad guys are winning, Vladímir Putin descubrió hace mucho tiempo que las detenciones masivas son innecesarias si puedes encarcelar, torturar o posiblemente asesinar solo a algunas personas clave. Por eso quiere cargarse a Zelenski, símbolo de la resistencia ucraniana. El miedo hará el resto para doblegar la resistencia. Se trata de difundir la creencia de que no es posible cambiar nada. Dictaduras apoyadas sobre sociedades apáticas para apagar las linternas de los móviles que, en Kyiv o en Barcelona, buscan la libertad en la oscuridad.