Soy profesor de la Universitat de Barcelona desde el año 1991. Entré como profesor sustituto y poco a poco fui consolidándome con todo tipo de contratos hasta que en septiembre de 2001, cuando estaba a punto cumplir los 44 años, gané una plaza de profesor titular. Fueron diez años de travesía del desierto, de un vía crucis relativamente mortificador, pero que no me angustiaba, la verdad. Esperaba mi turno. El sistema de promoción era medieval y se basaba en la influencia de los catedráticos. Como explica y justifica sin rubor Jordi Llovet en sus libros sobre la universidad y sus maestros, la jerarquización, casi aristocrática, del profesorado convertía a los catedráticos en los principales contratistas del personal joven que iba subiendo en el escalafón hasta que le tocaba un ascenso. De hecho, las grandes peleas en la universidad —y las enemistades que más perduran en el tiempo— son producto de las acusaciones cruzadas entre profesores que se han sentido damnificados por la fuerza “bruta” del catedrático-padrino contrario. No me cuesta confesar, porque estas eran las reglas del juego en aquel momento, que soy profesor universitario gracias a la “protección” de los catedráticos Josep Termes y Rafael Aracil.

Esta manera de proceder nunca me ha gustado, aunque me haya beneficiado. Es posible contratar de otro modo, como se demuestra en muchas universidades extranjeras, y que lo que cuente sea el mérito y no la capacidad de maniobra de un catedrático para conseguir su propósito. Mi paso por la Escola d’Administració Pública de Catalunya hizo que me adentrara en cuestiones que no eren propias de un universitario sobre cómo elaborar contratos, seleccionar al personal y muchas cosas más. Me sirvió para reflexionar sobre el principio de equidad, transparencia, méritos, etcétera, que son fundamentales para evitar la prevaricación. Nunca como en ese periodo vi tan claro que durante años la contratación en la universidad tenía un punto, cuando menos de entrada, de desviación del deber de preservar el principio de igualdad en la participación en el concursos públicos de cualquier aspirante. Entonces esta manera de actuar afectaba a todo el escalafón universitario.

Cuando leo las noticias sobre la posición que ocupa cada universidad catalana en los rankings mundiales, rompería el periódico. El sistema universitario catalán se hunde y unos miran el dedo en vez de observar el eclipse de la Luna

Todo esto cambió mucho hace unos años, sin perder la costumbre de maquinar por detrás a la hora de contratar a alguien, como se demuestra con el número creciente de denuncias al respecto. A pesar de ello, el sistema de contratación cambió porque los catedráticos ya no serían lo que eran, como lamenta amargamente Llovet, y su poder se fue reduciendo a medida que los departamentos invertían la pirámide y donde años atrás solo había uno o dos catedráticos, en la década de los 2000, ya había cuatro, cinco o seis. Para ampliar la ratio de catedráticos era necesario, también, ampliar las plantillas de profesores y así es cómo empezó el lío que llevó al colapso económico universitario actual que, además, está crónicamente mal financiado y es mastodóntico. ¿Saben ustedes quién recibió el 29.º doctor honoris causa de la Universitat de Lleida (UdL), en 2011, a pesar de que el rector de entonces era un antipujolista acérrimo? ¡Jordi Pujol! El argumento fue que “de este modo la comunidad universitaria reconoce su ‘papel decisivo’ [de Pujol] en la creación de la UdL, la Universitat de Girona y la Rovira i Virgili de Tarragona, ahora hace 20 años, para dar respuesta a una demanda social y contribuir al reequilibrio territorial”. La crisis que provocaron en el sistema universitario las decisiones que se tomaron cuando se crearon estas universidades (y muchas más) y se multiplicó la burocracia —y los profesores en Catalunya tuvieron que aguantar la doble férula derivada de la legislación española y la catalana—, es ahora de tal magnitud que nadie ve la salida al túnel.

El estudio Professorat associat. ¿Experiència professional o precarització? Anàlisi de l’evolució del professorat associat de les universitats públiques espanyoles 2009-2019, elaborado por el Observatorio del Sistema Universitario, ha constatado que en España hay 25.000 profesores asociados, un 30% de los cuales trabajan en universidades catalanas. En solo seis años, el uso de este tipo de contratos a precario ha crecido en Catalunya un “espectacular” 38%, y ahora mismo el 44% de los profesores universitarios de los centros públicos catalanes son asociados. Uno de cada diez profesores asociados de España trabaja en la UB. Esta es la consecuencia de la “política universitaria” aplicada en Catalunya por quienes estaban más pendientes del libro de cuentas que del modelo universitario que hacía falta, que se agravó con la multiplicación de grados idénticos en todas las universidades. Se crearon grandes centros de investigación —y algunos tienen una reconocida solvencia internacional—, pero se abandonó la universidad regular, que está infrafinanciada, además de convertir en precario y mal pagado al profesorado joven (si es que se puede considerar joven a quien se acerca a los 45 años). Gracias a dios, no hemos vuelto a la jerarquización aristocrática que añora Llovet en sus libros, pero ahora el elitismo y la iniquidad se traduce en que unos profesores asociados cobran infinitamente menos —esclavitud pura— que un profesor como yo y, además, no ven la posibilidad de mejorar el estatus para poder optar por una carrera profesional estable como sí divisaba en el horizonte en 1991.

Las peores condiciones laborales del profesorado no afectan solo a la docencia, dado que, a la larga, el aprendizaje de los alumnos empeorará si los profesores no reciben un sueldo digno, sino que también impactan en los proyectos de investigación, porque solo los profesores permanentes pueden acceder a ellos. Cuando leo las noticias sobre la posición que ocupa cada universidad catalana en los rankings mundiales, rompería el periódico. El sistema universitario catalán se hunde y unos miran el dedo en vez de observar el eclipse de la Luna. Cuando pienso en el país que querría, estoy seguro de que el actual no lo repetiría ni en broma. Por eso no me fío de quien me habla de la República en abstracto, sin proyecto reformista de verdad que la acompañe. Ser independentista y conservador es un oxímoron.