“La izquierda abertzale ha reconocido y reconoce el dolor causado, y yo quiero ir más allá y decir que si en mi condición de portavoz (y hablo en nombre de todos los portavoces de Batasuna) he añadido un ápice de dolor, sufrimiento o humillación a las familias de las víctimas de las acciones armadas de ETA, quiero pedirles desde aquí mis más sinceras disculpas, acompañadas de un lo siento de corazón”. Así se expresaba Arnaldo Otegi en el libro-entrevista de Fermín Munarriz El tiempo de las luces, publicado por Gara en 2012, donde también reconocía haber militado en ETA y haber “practicado la lucha armada” durante el franquismo. Se cumplen nueve años, pues, desde que Otegi entonó un mea culpa dirigido a las víctimas de ETA. Lo hizo en el marco del proceso de transformación de la izquierda abertzale posterior a los acuerdos de Ayete [nombre del palacio donde se celebró el 17 de octubre del 2011 la Conferencia Internacional para promover la resolución del conflicto en el País Vasco]. Lo hizo desde la cárcel, donde cumplía condena por el caso Bateragune. Los políticos vascos celebraron esa declaración y el entonces lehendakari, el socialista Patxi López, dio la “bienvenida” a las disculpas de Otegi, sin que él pidiera disculpas también, en justa correspondencia, por las muertes causadas por la organización desde las cloacas del gobierno del PSOE de los GAL. Los terroristas no son buenos o malos porque sí. Todos son asesinos.

En 2018, el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo sentenció que el juicio a Otegi no había sido imparcial y conminó a la justicia española a buscar una salida. La respuesta de los jueces españoles tardó un poco, pero al final se produjo. En 2020, o sea el año pasado, el Tribunal Supremo —en concreto un juez de aciaga memoria para todos los demócratas, Manuel Marchena— ordenó repetir el juicio a Otegi anulado a raíz de la sentencia de Estrasburgo. La justicia española es el heraldo en defensa de la unidad de la patria sin miramientos. La mentalidad de muchos políticos y jueces españoles es vengativa y por eso son capaces de vulnerar los derechos humanos. Tienen la misma mentalidad que los terroristas. Arnaldo Otegi respondió a la persecución del Tribunal Supremo con un tuit breve, pero claro: “¡Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos domesticarán!”. Censurar la violencia no comporta renunciar a las convicciones. Al contrario: sin violencia las convicciones se fortalecen y se defienden mucho mejor. En el libro de 2012, Otegi confesaba otra cosa, también importante. Decía que si ahora lo tuviera que hacer, apostaría “con claridad” y de forma exclusiva por “vías de lucha pacífica y desobediente, tanto por cuestiones éticas como políticas”. La prueba de que no estaba engañando a nadie es que la paz en el País Vasco sigue en pie una década después, a pesar de que la cuestión de los presos no esté resuelta de ninguna forma.

La reconciliación es posible cuando se despolitiza la memoria y se reivindica la humanidad

Con las declaraciones del pasado lunes, Otegi demuestra que se puede seguir defendiendo la independencia del País Vasco y a la vez avanzar algo más en el proceso de reconciliación interna. Juzguen ustedes (vean la noticia entera): “Hoy queremos hacer una mención específica a las víctimas causadas por la violencia de ETA. Queremos transmitirles nuestro pesar y dolor por el sufrimiento padecido. Sentimos su dolor, y desde ese sentimiento sincero afirmamos que el mismo nunca debió haberse producido, a nadie puede satisfacer que todo aquello sucediera, ni que se hubiera prolongado tanto en el tiempo. Debíamos haber logrado llegar antes a Ayete”. Esta es la clave. En realidad, Otegi está reconociendo que la lucha armada, transformada en terrorismo indiscriminado por la opción de ETA de “socializar el dolor”, no sirvió de nada. Es evidente que la historia de esta organización armada no es rectilínea. Es muy diferente referirse a ETA bajo la dictadura, que acabó tal como había empezado: con fusilamientos, que después de la muerte de Franco y de la aprobación de la Constitución de 1978. Tanto es así que un sector de ETA, los llamados polimilis, en 1982 abandonó la vía de la violencia para crear un partido, Euskadiko Ezkerra, que al final se integraría en el PSOE. Estaban tan acorralados que ya no tenían ni armas para escenificar un desarme público.

Siempre que escribo sobre la violencia me vienen a la cabeza las reflexiones de Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura de 1950, porque no son para nada doctrinarias, sino éticas. Russell fue pacifista ante la Primera Guerra Mundial y, en cambio, durante la Segunda Guerra Mundial apoyó a los aliados para combatir el fascismo. Se opuso, junto con otros intelectuales y científicos, a la utilización de la bomba atómica, y en la década de los sesenta encabezó las protestas contra la guerra de Vietnam, hasta el punto de reclamar que los EE.UU. fueran juzgados por crímenes de guerra. El pacifismo y la no violencia no son valores absolutos, pero sí que son una guía ética para todos los que realmente son demócratas. Russell consideraba la guerra un anacronismo bárbaro que genera dolor y desconcierto. En los años 1914, 1915, 1916 y 1918 la Academia Sueca dejó desierto el Premio Nobel de la Paz. ¿Quién podía recibir ese premio ante tanto sufrimiento? Solo en 1917 lo recibió la Cruz Roja Internacional por su acción humanitaria en los campos de batalla, certificando así la crueldad de aquella carnicería.

El terrorismo y la guerra no son lo mismo, pero sí que plantean los mismos dilemas. La profesora norirlandesa Marie Breen Smyth años atrás planteó una pregunta muy simple, pero muy densa éticamente: “¿Existen las jerarquías del dolor?”. Es evidente que no. “Para las víctimas no hay ninguna diferencia entre ETA y los GAL”, declararon hace unos días en Catalunya Ràdio Maria Jauregi, hija de un militante socialista asesinado por ETA el 2000, y Pili Zabala, hermana de una de las primeras víctimas de los GAL en 1983. Haría falta que los partidarios del uso de la violencia se plantearan este tipo de disyuntivas. La reconciliación es posible cuando se despolitiza la memoria y se reivindica la humanidad. La política española se alimenta todavía hoy del recuerdo de la violencia terrorista. En 2012 Arnaldo Otegi no pronunció la palabra “perdón”. Tampoco lo ha hecho esta semana. Si la derecha política y mediática, pero también varios sectores de la izquierda española, no estuvieran tan obsesionados por ganar, quizás una década de paz —durante la cual la violencia la ha ejercido el Estado, como bien sabemos en Catalunya— ya tendrían bastante para pasar página.