La política española degenera por momentos. El pasado fin de semana, Pablo Iglesias, exvicepresidente del gobierno “más progresista de la historia”, se soltó y en un santiamén la dijo gorda. En un acto de su partido en Valladolid intervino para expresar su opinión sobre el conflicto de moda, el que enfrenta Rusia y Ucrania. Filosofó sobre la naturaleza de los conflictos internacionales. No es la ideología lo que los justifica, dijo, son los intereses geopolíticos. ¡Vaya descubrimiento! Cualquier profesor que haya leído, sin ir más lejos, Vicens Vives, no repetiría una obviedad como esa. Pero ya se sabe que Pablo Iglesias, como la mayoría de dirigentes de Podemos, está encantado de conocerse y entre sus lecturas no se cuenta esa en la que Churchill afirmaba, refiriéndose a la URSS, que era “una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma”. Iglesias, pero también Errejón, me recuerda a los alumnos más avanzados y leídos que he tenido, aquellos que un estallido de exhibicionismo juvenil, levantan la mano en clase y se desahogan como si tú no supieras de qué están hablando. Que un joven estudiante cometa esta osadía no es que sea aceptable, es que posiblemente es necesario para que vaya adquiriendo confianza e interiorice los aprendizajes. Que las obviedades las proclame todo un exvicepresidente, que además trabaja en un centro universitario de investigación, da risa.

Pablo Iglesias todavía se descaró mucho más. Antes de la disquisición sobre política internacional, afirmó, sin darse cuenta de la gravedad de lo que estaba diciendo, que, puesto que él ya no era político, podía contar la verdad. La frase literal, que reproduzco, es demoledora: “Yo ya no soy político, puedo decir la verdad”. Ese “ya no” es muy revelador. Las redes se llenaron de comentarios críticos, porque la confesión es fuerte y no se presta a equívocos. Si quien manifiesta algo así es una persona que irrumpió en la política española impulsado por el movimiento del 15-M y con un discurso muy crítico con los políticos del viejo régimen del 78, el caso es grave. Mentir mientras confiesas que has mentido es doblemente estúpido. Todo el mundo está predispuesto a cargar, por ejemplo, contra Donald Trump, porque es fácil atacar a un presidente que mentía de forma clara y reiterada. En España, Mariano Rajoy se ganó el sambenito de mentiroso el día que afirmó que del petrolero Prestige embarrancado ante las costas gallegas solo brotaban “hilillos con aspecto de plastilina”. Nadie duda de que la derecha siempre miente. Pero que un político de izquierdas, o que por lo menos dice serlo, reconozca que existe la posibilidad de que haya mentido mientras ejercía sus funciones, es la pura decadencia. Eso sí que remueve el estómago y demuestra que el crepúsculo de las ideologías no se certifica en las relaciones internacionales interesadas, sino en las mentiras que propalan los dirigentes políticos.

Los peores enemigos de la política son los propios políticos. Los políticos embusteros. La puerta por donde entra el fascismo es esta

No hace falta que nadie me convenza sobre que los políticos mienten. Lo he padecido en mis carnes. No exagero. Puedo comprender y defiendo que en ciertas circunstancias no convenga ir enseñando las cartas y explicarlo todo. A veces, la discreción, el uso del tiempo y los ritmos, la responsabilidad, reclaman no difundir todo lo que sabes. Contarlo todo como quien vomita una comida mal digerida no te convierte en una persona más sincera. No obstante, una cosa es la discreción y otra darle la razón a Alan Moore, autor de V de Vendetta, cuando afirmaba que los “actores mienten para contar la verdad mientras que los políticos mienten para ocultarla”. Abraham Lincoln, que no era ningún santo, aunque fuese asesinado por un intransigente, lo sabía y por eso advirtió a quien quisiera escucharlo que se podía engañar al pueblo durante algún tiempo, pero no se podía engañar a todo el mundo todo el tiempo. La magia de Pablo Iglesias se esfumó pronto. En poco más de siete años ha caído del pedestal.

La mentira en política se acaba pagando. Le pasó a Aznar con las invenciones compartidas con Blair y Bush sobre el armamento oculto de que disponía Saddam Hussein. Conocerlo no evitó la guerra, aunque más tarde todos ellos sufrieron electoralmente las consecuencias de sus mentiras. Mintió José Luis Rodríguez Zapatero, especialmente cuando afirmó que moriría defendiendo el Estatuto catalán de 2006, a pesar de que él ganó las elecciones gracias a la reacción popular ante las mentiras del PP sobre la autoría de los atentados de Atocha, en Madrid. Jordi Pujol destruyó su prestigio el día que confesó que había mentido en la cuestión del legado de su padre. La confesión no le valió el perdón, porque la mentira sostenida en el tiempo —que, en su caso, además, iba aparejada del descubrimiento de las corruptelas de sus hijos—, es más mentira y genera más decepción. Al parecer, los letrados del Parlament también son aficionados a los engaños y a los trapicheos para perjudicarse los unos a los otros, mientras que los directivos del diario que moja pan en el asunto, el diario Ara, mintieron cuando explicaron por qué censuraban el artículo de un colaborador. Esto por no hablar del incumplimiento de las promesas electorales y de las fiestas “secretas” de Boris Johnson.

No todos los políticos son iguales, evidentemente, pero también es verdad que cada vez es más innegable que muchos políticos se consideran a sí mismos muy listos, o por lo menos más listos que los ciudadanos, que deben pensar que son una pandilla de zopencos. En la era de la sociedad de la información, con las redes sociales que hierven ininterrumpidamente, es difícil que los políticos puedan mentir sin ser descubiertos como quien dice al instante. Cuando se descubre un nuevo caso, la decepción ciudadana es tal, que entonces la respuesta popular es descalificar la política y a los políticos en general. Los peores enemigos de la política son los propios políticos. Los políticos embusteros. La puerta por donde entra el fascismo es esta. La denuncia de la mentira da mucho rédito a los políticos que, desde una firmeza ideológica radical, exagerada, se proclaman estandartes de la verdad. Así se explica el crecimiento de los extremos a izquierda y derecha. No es que estos políticos radicales no sean embusteros. Al contrario, lo son más que ningún otro, pero disimulan mejor. Con la denuncia fácil de la mentira de los demás se benefician de la desconfianza generalizada de la gente con unos políticos tradicionales que ya han demostrado a ciencia cierta que estaban mintiendo. Hasta que llega un día en que, por descuido o bien porque ya no les importa nada, hacen como Pablo Iglesias y declaran que antes mentían. Da igual si mintieron mucho o poco, el plato de la demagogia está servido. “La mentira es el último recurso de un partido político derrotado y sumiso”, escribió en 1712 Jonathan Swift, el de los viajes de Gulliver, en El arte de la mentira política. La cuestión preocupa desde tiempos pretéritos. Si persiste, es quizás porque nosotros hemos sido poco exigentes y hemos permitido que los políticos nos engañaran.