En septiembre de 1958 ya existía El Caso, el semanario de sucesos fundado en Madrid el 11 de mayo de 1952 y que ahora es propiedad del editor de este diario, José Antich. Pero los diarios generalistas, como por ejemplo La Vanguardia, también llevaban una sección de sucesos, que normalmente compartían con las esquelas del día. El año 1958, el apellido paterno de mi familia apareció dos veces en esa página del rotativo del conde de Godó. La primera, el 4 de abril con motivo de la muerte trágica del abuelo Ramon, en plena Semana Santa. La segunda vez que el nombre familiar apareció en esa página aquel año fue el 9 de septiembre para explicar que mi padre había denunciado a la asistenta que ayudaba a mi madre y que había huido de casa —de la calle Aragó, 239, que a la vez era el despacho profesional paterno—, “suponiéndola autora de la substracción de unas 4.000 pesetas”. En aquella época, esa cantidad no era poco dinero. Ya se sabe que los médicos entonces tenían un gran prestigio si eran buenos. Y por lo que sé, mi padre lo era.

Estos fueron los hechos previos a la llegada a mi casa, y a mi vida, de María Pérez Rotllant. Mis padres buscaban quién pudiera sustituir a la asistenta que les había estafado y “la María”, que es como todos la llamábamos, leyó el anuncio con la oferta de trabajo. Ella tenía 23 años, servidor estaba a punto de cumplir su primer aniversario. La María se convirtió, como se encarga de recordar ella misma, en mi segunda madre. Y debió ser cierto, porque de ella, como de mi madre biológica, la que me dio el apellido Companys y aun así nos dejó demasiado pronto, recuerdo el olor. La fragancia de aquel jabón de lavanda muy de aquel tiempo. La María vivía en casa y era mi consuelo por las noches, cuando entraba en la habitación de mis padres para evitar que siguiese llorando. Entraba despacio y me cogía en brazos para llevarme a su cama, que era muy estrecha. Como todavía hoy proclama con orgullo: “Yo fui la primera mujer que durmió contigo”. Y nos reímos porque los dos sabemos qué quiere transmitirme con esta ocurrencia. No piensen ustedes que la María viviera en casa de mis padres una eternidad. ¡No! Se marchó al cabo de seis años para retomar su vida. Sin ella, en casa ya no vivió otra asistenta, supongo porque yo, que era el menor de los cuatro hermanos, ya no necesitaba los cuidados de una niñera.

La María es la viva representante de una parte de las clases populares de este país

La María había nacido en Extremadura el 6 de noviembre de 1935. Su madre era catalana, de Sant Hilari Sacalm, que es el pueblo donde ella vive ahora, y se casó con un policía de Barcelona, para disgusto de la familia, y se fueron de viaje a Extremadura. Se quedaron a vivir allí. En 1950 el padre abandonó a la familia —y al final, cuando con los años se arrepintió, resultó que era un maltratador—. Cuando la madre de la María murió, también joven como la mía, tuvo que espabilarse por su cuenta carreteando a sus tres hermanos pequeños. Entonces fue cuando la María, con solo 20 años, decidió rehacer el camino que habían emprendido sus padres para volver a Sant Hilari. Ella y sus hermanos fueron acogidos por los tíos maternos. Ella ya era una buena cocinera y fue forjando el carácter luchador que la ha caracterizado toda la vida. La María es la viva representante de una parte de las clases populares de este país. Llegó a Catalunya joven, trabajó como un burro, se casó, parió los tres hijos que tiene y luchó para salir adelante con unas convicciones éticas y políticas extraordinarias. Siempre se consideró una mujer de izquierdas —de la izquierda hoy perdida, dice ella—, que militó en el PSC de Joan Reventós y que ahora, a pesar de los achaques derivados de unos malditos y reiterados ictus, es una ferviente admiradora del president Carles Puigdemont. Le escribe cartas, le ofrece su casa para esconderse, aunque esté medio vacía porque ella vive en la residencia, como bajo en franquismo escondió a sus compañeros socialistas que lo necesitasen. Todas las mañanas se cuelga el lazo amarillo al pecho con el mismo ánimo que el 1977 se enfrentaba a los caciques de Sant Hilari.

El pasado viernes fui a Sant Hilari porque los amigos de Súmate me invitaron para que hablase de la situación política del país. Cuando entré en la sala, allí, en primera fila, sentada en su silla de ruedas, me esperaba la María con su hija, Àngela, luchadora como ella. Pulcra, bien vestida, con la rabia contenida porque no soporta sentirse impedida, la abracé y al besarla volví a descubrir el olor a lavanda que tanta seguridad me daba cuando era un niño. Creo que pronuncié una de mis mejores charlas en los últimos tiempos. Tenía la obligación de dedicársela. Sin ella, la cómplice de mi niñez, no sería quien soy. Durante unos años perdimos el contacto, pero gracias a los buenos oficios de Marta Clos, la compañera del poeta y amigo Enric Soria, recuperé a quién, en realidad, es también mi familia. O algo más.

Ese viernes, la María me regaló un libro, Sant Hilari Sacalm amb veu de dona, que ha editado este año el Ayuntamiento. Es la historia de vida de 48 mujeres hilarienses. La María, mi segunda madre, es una de ellas. Y su historia es la de una mujer que se marchó de Extremadura sin nada, y en Catalunya ha servido a los demás, como niñera, cocinera o asistenta, sin sumisiones, con la dignidad de quien se sabe persona. Está convencida, como también lo estaba Joan Fuster, de que a los conservadores les gusta obedecer, y por eso son conservadores. Ella no lo es, y por eso no ha obedecido jamás a nadie. Su dios es la solidaridad. La fraternidad. La libertad. Cada vez que voy a visitarla me repite lo mismo, como si quisiera recordarme cuáles son mis orígenes: “Tu madre, la de verdad, era antes amiga que señora de la casa” y que en la biblioteca de mi padre aprendió a apreciar la cultura de este país, que se convirtió en el suyo para siempre sin perder ese acento extremeño cuando habla en catalán. Con la María se cumple a la perfección la divisa que Maria Mercè Marçal atribuía al azar: es mujer, de clase baja y nación oprimida. Tres dones, sin embargo.