Los comunistas estaban muy bien organizados bajo el franquismo. En la fase final de la dictadura había una constelación de partidos autoproclamados comunistas, pero solo había uno que todo el mundo conociera como “el Partido”. Era el partido de los comunistas oficiales —el PCE en España y el PSUC en Catalunya— y era un bloque monolítico. Las disidencias se pagaban caras, siguiendo la senda de los famosos y teatrales procesos de Moscú que acabaron con la vieja guardia bolchevique. En 1949, por ejemplo, “el Partido” expulsó a Joan Comorera, quien fuera su primer secretario general, bajo la acusación de “titista”, que quería decir nacionalista. Su hija, militante comunista como su padre, hizo pública a través de Radio España Independiente (La Pirenaica) una carta contra su padre que, leída hoy, espeluzna: “El día que nació el traidor Comorera, murió mi padre”.

Comorera tampoco era un santo. Con motivo del 50º aniversario de su muerte en el penal de Burgos el 7 de mayo de 1958, Miquel Caminal  —autor, también, de una extensa biografía del personaje— escribía: “Hechos ciertos son, no obstante, la deriva estalinista de Comorera, su acomodación al culto a la personalidad, su silencio ante la desaparición de Andreu Nin, su información positiva de los procesos de Moscú después de ser oficialmente invitado, su transformación en un dirigente implacable con los disidentes, su obediencia ciega al mandato de la Internacional Comunista, es decir, a Stalin”. Comorera fue todo eso y sin embargo a los pocos años años ya se había convertido en un personaje incómodo para “el Partido”, lo que le impidió entrar en el santoral comunista con los mismos honores que Gregorio López Raimundo, por ejemplo. Joaquim Maurín, otro dirigente del POUM que sufrió las iras de los estalinistas, el 18 de febrero de 1950 escribía desde el exilio norteamericano una carta muy tajante a su correligionario Jordi Arquer: “[Jaume] Miravitlles me ha mandado una copia de la lista de los expulsados del PSUC, que tú le mandaste. Descubro entre muchos nombres anónimos, algunos conocidos. El PSUC fue un gran prostíbulo político. Y todos los que pasaron por él están prostituidos. Para mí son igualmente despreciables en el PSUC que fuera del PSUC. Viejas prostitutas”. Si te has visto obligado a soportar una doble condena, la del franquismo y la de los comunistas por haber optado por una vida disidente, es razonable que tu opinión sobre quien te ha perseguido a sangre fría no sea precisamente amable.

Pablo Iglesias es un leninista 2.0; cinco años atrás no lo parecía, cuando menos para quien quiso creérselo

Pero uno de los episodios más conocidos de la implacabilidad comunista contra la disidencia es el caso del aislamiento y posterior expulsión, el 18 de noviembre de 1964, de tres de los máximos dirigentes del PCE, Fernando Claudín, Jorge Semprún, alias Federico Sánchez, y Francesc Vicens (del PSUC, quien en 1980 fue diputado de ERC), quienes defendían que la política antifranquista propuesta por el tándem Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, Pasionaria, no se ajustaba a la realidad. Los expulsaron por “derechistas”. Lo explicó el mismo Claudín en un libro, publicado el 1978, Documentos para un divergencia comunista (El Viejo Topo), en cuyo prólogo resumía el estilo de liderazgo comunista: “Durante las discusiones del 64 planteé: «¿No es anormal que desde hace ocho años, desde que Santiago dirige él trabajo, no hayamos adoptado nunca una postura contraria a sus resoluciones?» Se hizo un gran silencio, que, al final, rompió [Antonio] Mije para decir: «Sí, una vez...» Todos nos miramos con aire intrigado, hasta que Mije explicó: «Cuando Santiago propuso ir clandestinamente a Asturias rechazamos su propuesta.» Mije tenía razón. Pero nadie pudo recordar otro caso. Era, en efecto, la única vez que el comité ejecutivo había tomado una decisión contraria a la posición de Santiago Carrillo). Yo «descubría» en aquel período el fenómeno y su negatividad, pero en realidad se trataba de algo «normal» en los partidos comunistas desde la época de Stalin. Los secretarios generales disponían de poderes extraordinarios y decían la última palabra sobre cada asunto. La cosa derivaba lógicamente de la concepción estaliniana del partido como unidad «monolítica»”. Esa no era una perversión únicamente estalinista. El “defecto” era de fábrica, de la época en que Lenin impuso el “centralismo democrático” como praxis de los bolcheviques en su folleto ¿Qué hacer? (1902). El principio era muy simple: las decisiones tomadas por los órganos centrales del partido tienen que ser aplicadas, una vez aprobadas, sin posibilidad de que nadie las ponga en cuestión. La ormetà comunista, basada en la subordinación de la minoría respecto a la decisión de la mayoría, ha dejado muchos muertos en la cuneta, además de convertir los partidos comunistas en organizaciones de notables. Los comunistas, que buscaban al hombre nuevo, al fin y al cabo iban contra el alma humana.

Pablo Iglesias es un leninista 2.0. Cinco años atrás no lo parecía, cuando menos para quien quiso creérselo. Cuando Podemos nació no se presentaba como un partido de izquierdas, sino transversal y heredero del 15-M. Su gran teórico era Íñigo Errejón, lector voraz de Ernesto Laclau, un teórico argentino posmarxista. El populismo de izquierdas ya no quería ser monolítico. Pretendía ser hegemónico, que no es exactamente lo mismo, entre otras razones porque ya habían aprendido que las unanimidades son difíciles de sostener si no es a golpe de exclusiones y expulsiones. Pablo Iglesias creció políticamente en las juventudes comunistas y ante el reto que le ha planteado Errejón —el nuevo caso Semprún, como se ha dicho—, ha respondido a la manera clásica, con una carta pública. En el mundo de la política los amigos no existen, solo hay aliados que duran lo que duran, y por eso la discrepancia política ha barrido la relación personal que había entre Iglesias y Errejón. La carta de Iglesias —leída por él mismo a través de los canales del partido— no es tan dura como la de Nuri Comorera, ni como otra de Santiago Carrillo, quien el 15 de mayo de 1939 se dirigió a su padre, Wenceslao Carrillo, dirigente socialista aliado de Julián Besteiro, acusándolo de “social-traidor” —un insulto muy de entonces— por haberse conjurado con los que querían rendirse a Franco porque iban contra los comunistas: “Entre un comunista y un traidor no puede haber relaciones de ningún género”. El estilo de Iglesias es más suave y su carta empieza con una referencia a su baja por paternidad —utilizando la vida personal de la manera pornográfica de hoy en día—, pero lo que argumenta suena como antes. Exclusión y dirigismo. Y es que Iglesias, como otros muchos dirigentes políticos actuales, todavía no ha aprendido la gran lección de las luchas del siglo XX contra el totalitarismo, de derechas o de izquierdas. La conciencia, que es la parte inmaterial de los humanos, si no quiere convertirse en esclava del “Partido” o cualquier otro sujeto, no tiene amo. No puede tenerlo. Es propia y de nadie más. “La inteligencia es sospechosa”, escribía el sábado pasado el amigo Galves, sobre todo porque es una de las tres facultades del alma.