En política, afirmaba el canciller alemán Konrad Adenauer, lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno. A veces no es fácil que un político, o un grupo político, consiga convencer de que lo que dice, que lo que ha hecho, es coherente y responde a la verdad. Días atrás ya escribí sobre la general desconfianza de la ciudadanía respecto a la política. No es que yo me invente la realidad, es que la alta abstención de los independentistas en las elecciones del 14-F lo demuestra. Maquillar aquel fracaso, que la todas luces lo fue, sobredimensionando el 52 % de la actual mayoría parlamentaria independentista, no borra la existencia de una desafección política que afecta, sobre todo, al independentismo. La respuesta a un fenómeno como este puede ser doble: contentarse con la minoría selecta, cada vez más radicalizada y minoritaria, o bien rehacer el camino para volver a las certezas de antes, una reacción bastante habitual entre los que todavía no han entendido qué quería decir Winston Churchill cuando aseguraba que un político —un buen político, añado yo— tiene que ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido nada de eso. Es un error creer que la afirmación del Viejo León demuestra su cinismo. Al contrario. Es la definición del buen político, que es el que sabe predecir, evaluar y reconocer las equivocaciones.

Diseñar una estrategia comporta tener una visión a corto, medio y largo plazo. El objetivo es el norte que tiene que guiar todos los pasos anteriores. No se trata de actuar hoy de una forma que perjudique el fin, porque si así lo hiciéramos, entonces estaríamos invalidando todo el edificio que hemos ido construyendo. Junts per Catalunya no es un invento solo del PDeCAT, un partido surgido de las cenizas de CDC, consumido por la corrupción. Hay que tener un poco de memoria para no caer en el ridículo. Convergència desapareció por eso, por el 3 % y el caso Palau, y no porque, de golpe, a Artur Mas y a su entorno (donde se guarecían unos cuantos de esos corruptos que destrozaron el partido) les apeteciera. Abordaron la transformación con recelo, sin una severa autocrítica. Las circunstancias posteriores lavaron la cara a algunos de esos dirigentes, pero la memoria latente de todo aquello será fácil de recuperar cuando las circunstancias excepcionales de la última década hayan desaparecido del todo. En especial porque el entorno mediático de este mundo es casi inexistente, en parte porque la desconfianza y el dirigismo han expulsado a muchos comentaristas que por naturaleza podían estar a favor de esta opción. Las hemerotecas son sentencias extrajudiciales. Volvamos al nacimiento de Junts.

El desgaste de Junts, que es real, es consecuencia de figurar que los cambios son renovaciones

El ansia del PDeCAT por controlar a Junts se manifestó enseguida. A pesar de que la candidatura del 21-D era cien por cien una obra de orfebrería de Carles Puigdemont, asistido por Elsa Artadi y su entorno en ese momento. A mí no hace falta que nadie me explique nada. Actué de head-hunter por su cuenta, como pueden ratificar muchos diputados, exdiputados y un montón de gente que llenó las listas de Junts en las cuatro demarcaciones o que, por las razones que fueran, rehusó participar en aquellos comicios tan trascendentales. Elaborar listas electorales te permite observar cómo son de verdad algunas personas. Las listas del 21-D no estaban bajo el control de los antiguos convergentes, pero la maquinaria electoral sí. Y este fue el pecado original de Junts. A pesar del susto inicial de los convergentes posterior a la victoria, que constataron la fuerza de los independientes, ellos se constituyeron en la tutela —incómoda— de una candidatura que entonces no era el partido que es ahora. Las inseguridades de los independientes, a los que siempre se trató con cierto menosprecio, y el miedo de los convergentes a perder el control, ligado al hecho de que el líder de la formación estaba en el exilio, debilitaron la cohesión del grupo. El aterrizaje de Jordi Sànchez no ayudó en nada a paliar esta distorsión.

Con la Crida per la República se perdió una segunda oportunidad de superar los límites del antiguo partido de Puigdemont. Las disputas entre los antiguos sectores rivales en la fundación del PDeCAT, al frente de los cuales estaban Jordi Turull y Josep Rull, se trasladó en el interior de la nueva organización, por lo menos en la cúpula que organizaba este grupo que tenía que ser diferente de los partidos convencionales. Ninguno de estos dos sectores creyó jamás que fuera necesario un cambio en las formas de actuar. Su obsesión era controlar el invento. Pero es que, además, el tercer sector, el de Marta Pascal y David Bonvehí, estaba abiertamente en contra de la Crida. La gente sin carné, la gente de buena fe que pensó que la Crida podía ser el nuevo eje del independentismo, llenó el pabellón del Bàsquet Manresa a rebosar un día que llovía a chuzos sin necesidad que la llevaran con autocar. Pero contaba poco. Este episodio tampoco necesito que me lo cuente nadie. Lo viví en primera persona. ¿Quién no recuerda la segunda lista para integrar la dirección que se presentó “contra” el oficialismo, representado por el entorno de Jordi Sànchez, que perseguía elegir una dirección a la búlgara? Otro de los errores de la Crida fue insistir inútilmente en la idea de unidad con Esquerra. Querían legitimar la unidad popular con la participación de los republicanos, algo que no era necesario, cuando era evidente que eso no ocurría nunca. Si el 1-O estuvo a punto de descarrilar por las disputas partidistas, ¿qué sentido tenía insistir en un imposible? La muerte de la Crida fue un parricidio.

La conversión de Junts en partido político ya no respondía a esta filosofía. Estaba a años luz, además, del espíritu que había dado pie a la constitución de la candidatura triunfadora el 21-D. Porque este es un dato que nadie puede olvidar. La única vez que Junts ha ganado las elecciones después del 155 fue entonces, en diciembre de 2017, cuando la ilusión movilizó a voluntarios y votantes. A medida que Junts ha ido perdiendo aquel espíritu renovador y poco a poco vuelve al pasado, ha perdido todas las elecciones. Después de la renuncia de Jordi Sànchez a seguir al frente de la dirección, se abrirá un periodo que volverá a ser trascendental para el partido independentista. Decía Giulio Andreotti que el poder no desgasta. Lo que desgasta es no tenerlo. Esta máxima, que se ha convertido en ley para los llamados pragmáticos de Junts, que todo el mundo identifica con Jordi Turull, es cierta solo en parte. El desgaste de Junts, que es real, es consecuencia de figurar que los cambios son renovaciones. La transformación del sector de Junts que ha provocado el empequeñeciendo del entorno, se parece a la del príncipe de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Al final, dependiendo de cómo se clausure el congreso de Junts, este viaje habrá sido una operación de transformismo tan larga y dura como inútil. Un cambio solo es creíble si quien se pone al frente es realmente nuevo. Junts tiene unos cuantos dirigentes nacidos el 1-O que pueden evitar caer en el letargo del pasado.