“Nos tomamos la Constitución muy en serio”. Así es como la cámara baja india justificó el golpe de estado “constitucional” perpetrado en Cachemira esta semana. Las autoridades de Nueva Delhi decidieron suprimir de un plumazo el hasta ahora estado de Jammu y Cachemira para amordazar y reprimir una región —que también incluye el territorio montañoso de Ladakh, el llamado “Pequeño Tíbet”— que desde que fue instituido, el 26 de octubre de 1947, se ha mostrado hostil con el nacionalismo extremista hindú de India. En esta parte de Cachemira, porque en realidad la nación cachemir incluye también los territorios hoy bajo el control de Pakistán y China, viven casi 13 millones de almas con tres religiones mayoritarias: hindú (Jammu), musulmana (Cachemira) y budista (Ladakh). La gran Cachemira, por englobar todas las partes que la integran, históricamente ha sido un territorio de conflicto. La revuelta musulmana de 1949 acabó con la pretensión del maharajá cachemir Hari Singh de convertir el territorio en un estado independiente. Para sofocar aquella revuelta, Singh pidió ayuda a las autoridades indias a cambio de que cuando se firmara el alto el fuego la región pasara a formar parte de la Unión India. Pero la paz, como ocurre a menudo en los procesos de pacificación que responden más a los intereses de las partes circundantes que no a los de los interesados, creó un nuevo conflicto, puesto que Cachemira fue dividida y un trozo cayó bajo administración paquistaní y el otro de India. Para redondearlo, en 1963 Pakistán cedió una parte de Cachemira, el valle de Shaksam, a China. Nada que no se haya visto en otros lugares, ahora o trescientos años atrás.

Nueva Delhi ha iniciado una nueva invasión de Cachemira y ha enviado 700 mil soldados a patrullar las calles. Es una invasión también más moderna, como corresponde a los nuevos tiempos, a pesar de la pobreza del lugar. Las autoridades indias han cortado las comunicaciones telefónicas e Internet de Cachemira, han declarado el toque de queda, han detenido a los dirigentes cachemires y los han encarcelado en instituciones secretas, han prohibido la bandera propia y, claro está, han suprimido las instituciones y la administración de Jammu y Cachemira, que ha sido dividida en dos, y el territorio de Ladakh ha pasado a depender directamente de la capital india. Como dice un amigo mío, a Cachemira le han aplicado un 155 premium, con una ocupación militar permanente y no temporal, como ocurrió en Catalunya, a pesar de que los 10.000 policías alojados en el puerto de Barcelona antes y después del 1-O actuaron como un real ejército de ocupación. Dejémonos de eufemismos. El artículo de la Constitución que han usado las autoridades indias es el 370, pero el efecto es el mismo. El estatuto que tenía hasta ahora la zona india de Cachemira es papel mojado, como la autonomía catalana lo es desde 2010, pero, sobre todo, desde que fue intervenida económicamente. La diferencia entre el que está ocurriendo en Cachemira —o en otras geografías donde se vive bajo los efectos de un conflicto— y Catalunya es la violencia. Allá los cachemires a veces matan a los policías que les ocupan, aquí no. Ni nadie lo pretende, a pesar de la violación de la democracia, la represión de activistas y de dirigentes políticos independentistas y la persecución patrimonial de otros.

La respuesta jamás puede ser violenta, haga lo que haga el estado represor y te pegue amparándose con el garrote constitucional, que por lo que parece provoca menos daños pero es igualmente satánico

La democracia se tambalea en todas partes. Pero la respuesta jamás puede ser violenta, haga lo que haga el estado represor y te pegue amparándose con el garrote constitucional, que por lo que parece provoca menos daños pero es igualmente satánico. “Prefiero ser perdedor en la paz que ganador en la guerra”, declaró el president Carles Puigdemont a la radio pública francesa y ahora lo ha repetido otra vez en su folleto Re-unim-nos. Muchos conflictos sucumben tras la violencia. No es necesario recurrir a los ejemplos de Cachemira, Kurdistán o de la antigua Yugoslavia. El País Vasco es el mejor ejemplo, por lo menos para nosotros, porque lo vivimos más cerca. Las miles de víctimas no sirvieron de nada. Fue un sacrificio inútil que no consiguió doblegar a un estado de tradición militarista como es el español. La Europa negra que fue el siglo XX estuvo teñida de sangre institucionalizada por los estados nación, cuyo nacionalismo llevó a dos guerras mundiales y a un par de genocidios, el armenio y el judío, si bien el Holocausto superó el grado de barbarie que se había vivido hasta el momento. Siguiendo lo expuesto por un sinfín de pensadores, después de la Shoah, de la gran catástrofe, nada podía seguir igual. España y Portugal fueron la excepción.

A veces, la represión que se aplica en lugares lejanos escandaliza más que la que se ejerce cerca de nosotros, si es que no nos afecta directamente. El relativismo moral es una característica de los tiempos modernos. Por eso el corresponsal de La Vanguardia, Jordi Juan Baños, puede publicar unas crónicas angustiadas sobre lo que está sucediendo en Cachemira, mientras que las páginas de política “nacional”, las que dedican al conflicto entre el estado español y Catalunya, parece como si las hubieran dictado desde La Moncloa. O desde la Zarzuela, tanto da. Según los empleados de conde de Godó y sus principales articulistas, todo el que ocurre en Catalunya es culpa de los malévolos independentistas que se han saltado la Constitución. Su lectura de la situación es tan corta de miras y tan poco cosmopolita que eso les impide integrar el conflicto español —porque responde a la crisis del régimen del 78, como se constata ante las dificultades entre el PSOE y UP para pactar una investidura— con el fenómeno de la regresión democrática que se da por todas partes. Hemos vuelto a la era de la autodestrucción de Europa —del mundo entero, si atienden a lo que acabo de explicar de Cachemira—, por formularlo a la manera del historiador británico Ian Kershaw, aunque hoy en día el descenso a los infiernos se hace blandiendo las constituciones como antes, durante las guerras de religión, los curas recitaban fragmentos de la Biblia para justificar las masacres étnicas. Algo acabará estallando.