Ayer vi como una madre cuya hija está desaparecida llamaba al móvil de la joven y se quedaba petrificada al oír que alguien contestaba. La chica había ido a disfrutar en un festival por la paz la madrugada del sábado, al lado del kibutz Re’im, en el sur de Israel, muy cerca de Gaza. Tres mil jóvenes, cuyo único pecado fue bailar durante toda la noche, vieron como a las 6.30 h las sirenas les helaban la sangre advirtiendo la caída de cohetes lanzados desde Gaza. Cuando se dieron cuenta de que había decenas de paracaidistas en el aire a punto de aterrizar a su lado, no entendieron de qué se trataba. Pero cuando los jeeps cargados de terroristas vestidos de negro abrieron fuego contra ellos, cundió el pánico. Doscientos sesenta jóvenes fueron fusilados a sangre fría. Según algunos testigos, dispararon a personas que yacían en el suelo para asegurarse de su muerte.

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Del otro lado de la línea, alguien, que se presentó en un perfecto hebreo como Muhammad, oficial del brazo armado de Hamás, gritó: “¿Usted es la madre? Pues mejor que sepa que su hija está muerta. Lo siento”.

La masacre del 7-O de 2023 entrará en la historia como el día en que fueron asesinados más judíos desde la Shoah, en la Segunda Guerra Mundial. Casi un millar de israelíes.

Más de mil muertos, más de 150 secuestrados hacia Gaza, arrastrados por cientos de terroristas que abrieron las puertas del infierno. Los brazos ejecutores son de Hamás, y de la Yihad islámica. Pero el cerebro es iraní. A Israel no le queda otra alternativa, sino pasar al ataque. Y aunque por ahora es solo un preámbulo, lo está haciendo a lo grande. El domingo y el lunes, lanzaron un volumen de armamento superior al de toda la guerra del Líbano de 2006: 100 toneladas de explosivos contra infraestructuras de Hamás, de un total de 2.000 objetivos, entre ellos bases militares, arsenales, fábricas de explosivos y misiles, instituciones financieras y bancos, así como los túneles subterráneos y secretos en los que los líderes de Hamás y arquitectos de la operación “Diluvio de Al Aqsa” se esconden, bien lejos de la población civil. Ayer en Tel Aviv se mezclaban el estruendo de los miles de cohetes lanzados desde Gaza con las explosiones que se escuchaban a lo lejos en el ojo por ojo israelí en Gaza. Vuelve el sonido natural de la guerra. 

Con los testigos de las masacres multiplicándose, la ira de los israelíes y del mundo libre va creciendo. El portavoz de Hamás, Abu Obeida, amenaza con ejecutar a los secuestrados y transmitir sus fusilamientos en todos los medios de comunicación y redes sociales, al estilo del Estado Islámico.

Muy pronto se acabarán las reservas de gasolina y no habrá electricidad en Gaza, ni tampoco agua. Pero a Hamás poco le importa, ya que convirtió a los dos millones de palestinos en auténticos rehenes. 

Catorce veces en casa del fundador de Hamás

Entrevisté a gran parte de sus líderes en Gaza, Cisjordania, Qatar y Turquía, empezando por el fundador, el jeque Ahmed Yassin, que creó la organización en 1987. Estuve en su casa catorce veces, entrevistándole durante largas horas. Lo mismo ocurrió con sus sucesores Abdel Aziz Rantisi, Mahmud el Zahar e Ismail Hanye, que era el brazo derecho de Yassin y en la actualidad es uno de los principales líderes de la organización. Aunque no se encuentre en Gaza, vi en un video como Hanye miraba orgulloso por televisión las imágenes de la masacre, se arrodillaba en el suelo y rezaba “agradeciendo” a Dios.

Me acuerdo cómo un día interrumpió una entrevista en casa del jeque, en el año 2002, para permitir que cinco enmascarados recibieran la bendición del líder espiritual de Hamás, antes de partir hacia un atentado suicida en Israel. Cuando le pregunté al jeque Yassin si había alguna diferencia entre el brazo armado Azzadin el Qassam, al que pertenecían esos hombres, y el brazo político que él encabezaba, me contestó tajante: “¡Qué va!, somos como dos caras de la misma moneda, dos alas de un mismo pájaro”.

Qué pretendía la barbarie de Hamás

En las últimas horas, me pregunté qué pretendía Hamás con este acto de barbarie. Por momentos, pensé que en ninguna situación pensaron que tendrían tanto éxito. Pero sí que podríamos enumerar tres motivos principales: el primero es liberar a sus miles de presos de las cárceles israelíes, todos ellos hombres y mujeres que cometieron atentados y fueron juzgados por la justicia israelí. La propuesta, en este caso, sería un intercambio de prisioneros, utilizando a los rehenes que Hamás secuestró el sábado. En 2011, un soldado israelí, Gilad Shalit, fue intercambiado por 1.027 islamistas. El segundo, ganar popularidad en la calle palestina, especialmente en Cisjordania, en el marco de la guerra de sucesión del presidente palestino Mahmud Abbas, de 87 años de edad. En este caso, los bárbaros ataques del brazo armado de Hamás son una especie de campaña electoral sin elecciones. Los palestinos no celebran comicios generales desde 2006, justamente para evitar una posible victoria de Hamás. Y el tercero responde a un interés geopolítico regional, una auténtica pesadilla para Irán y sus proxies regionales: la normalización diplomática entre Israel y países árabes como Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán en el marco de los históricos Acuerdos de Abraham firmados en agosto de 2020, y las informaciones que se repiten de que hay otros países árabes y musulmanes en la fila. Pero el Santo Grial, la cumbre de todo este proceso, es el rápido acercamiento entre Arabia Saudí y el Estado Judío, que provoca insomnios en Teherán, Gaza y Beirut.

Una interlocutora saudí que participa en la construcción del diálogo entre los dos países hace muchos años, Mani Yad, me escribió en las últimas horas diciéndome “lo siento tanto, habibi, no puedo imaginar lo que estáis pasando. No puedo creer lo que ocurre. Los efectos se sentirán durante décadas, si es que tenemos décadas por delante. Tú y tu familia estáis en mis oraciones. Cuídate”.