La nueva ofensiva de Donald Trump contra la inmigración ha llegado hasta el epicentro californiano: Los Ángeles. El presidente de Estados Unidos ha ordenado el despliegue de tropas federales en California, sin el consentimiento de su gobernador, Gavin Newsom, quien ha denunciado la actuación como una vulneración flagrante de la soberanía del estado. El conflicto político ha tenido lugar en medio de unas redadas agresivas contra personas en situación irregular que han provocado protestas masivas por toda la costa oeste del país. Ante esta injerencia, el ejecutivo federal (y demócrata) ha llevado a la Casa Blanca a los tribunales. En este contexto, el nuevo choque institucional ha reavivado el debate sobre la relación entre California y Washington, con un movimiento independentista que se frota las manos. De hecho, uno de los gestos más celebrados esta semana ha sido un tuit de Newsom en la red social X, donde, sin añadir ningún comentario, compartió la bandera de la república de California, en un mensaje que ya acumula casi 160.000 me gusta.
— Gavin Newsom (@GavinNewsom) June 12, 2025
La bandera que Newsom ha escogido para ilustrar su gesto simbólico no es una reciente invención. Aparte de ser la bandera oficial del estado, se trata del símbolo de la República de la Bandera del Oso. Este nombre hace referencia al efímero estado independentista proclamado el 14 de junio de 1846, cuando un grupo de colonos norteamericanos se alzó en revuelta contra las autoridades mexicanas en la ciudad de Sonoma. Aquella declaración, en pleno contexto de la intervención militar de Estados Unidos en México, dio lugar a una república no reconocida que solo existió durante 25 días. Sus impulsores, conocidos como bear flaggers, acabarían abandonando el proyecto soberanista y alineándose con las fuerzas norteamericanas, contribuyendo así a la incorporación de California a Estados Unidos.
Ahora, sin embargo, el conflicto institucional entre Trump y Newsom no solo evoca viejos episodios como el de la República de la Bandera del Oso, sino que ha vuelto a insuflar fuerza a un viejo conocido: el movimiento Calexit. Esta iniciativa independentista, que propone que California se convierta en una nación soberana, ha reavivado con intensidad a raíz del retorno de Trump a la presidencia. "Los valores de California son completamente diferentes de los americanos, y han sido así durante mucho tiempo", afirmaba Marcus Ruiz Evans, líder del movimiento, en declaraciones a CBS News. Desde Fresno, Ruiz Evans defiende que, ante una nueva victoria de Trump —avalado por más de 77 millones de votos—, el proyecto de independencia ha cogido un nuevo impulso. Las batidas federales y la presencia militar en las calles no han hecho más que acentuar la sensación, entre muchos californianos, que el modelo actual ya no funciona y que la única salida posible es la autodeterminación.
Este nuevo impulso del movimiento Calexit no se queda en la mera proclama ideológica. Desde enero de este año, el proyecto ha dado un paso concreto hacia la institucionalización: el Departamento de Estado de California autorizó el inicio de una recogida de firmas para incluir, en las elecciones de noviembre del 2028, una pregunta directa sobre la independencia. El objetivo es alcanzar un mínimo de 546.651 firmas antes del 22 de julio, un requisito indispensable para que la propuesta llegue a las urnas. Si el 55% de los votantes da apoyo a la independencia, el estado iniciaría una petición formal. Este escenario, que años atrás habría parecido del todo improbable, hoy toma cuerpo con el apoyo de una opinión pública más receptiva que nunca: según una encuesta reciente del Independient California Institute, seis de cada diez ciudadanos californianos verían con buenos ojos una separación pactada y pacífica.
La cuarta economía mundial
Entre los principales argumentos que defienden los impulsores de la independencia está la cuestión económica. Lejos de ser una región subsidiaria, California actúa como una auténtica potencia mundial. Los últimos datos disponibles, correspondientes al 2024, sitúan su producto interior bruto en 4,1 billones de dólares, superando por primera vez el de Japón. Eso la convierte en la cuarta economía del mundo, solo por detrás de Estados Unidos en conjunto, China y Alemania. Por lo tanto, si California fuera hoy una nación soberana, dejaría atrás gigantes como la India o el Reino Unido en el ranking global. El peso económico del territorio es tan abrumador que, incluso, solo su parte sur, con un volumen de negocio de 1,8 billones, ya rivaliza con países como Brasil. Además, la economía californiana no se limita a la tecnología: la agricultura juega un papel clave, con la Central Valley como una de las regiones agrícolas más prolíficas del planeta. Más de la mitad de la fruta y la verdura que se consume en Estados Unidos proviene de este territorio.
A pesar del empuje económico y simbólico, el camino hacia la independencia se ve complicado por una fractura interna notable dentro del estado. California no es un bloque homogéneo, sino un territorio dividido entre zonas urbanas —con vocación demócrata— y áreas rurales, claramente conservadoras. Estos territorios rurales, especialmente en el norte, se perciben infrarrepresentados por el gobierno estatal. De aquí surgió, hace décadas, el movimiento por el estado de Jefferson, que promueve la separación de cerca de una docena de condados del norte profundo —con menos de 2 millones de habitantes, pero ocupando gran parte de la superficie territorial— e incluso planteó incorporarse un territorio similar de Oregón. Esta diversidad política y regional plantea una pregunta clave: ¿una California independiente conservaría la cohesión interna o vería cómo gran parte de su territorio rural se aleja todavía más?
Choque con la Constitución
Más allá de las tensiones internas y de las dudas sobre la cohesión del territorio, el gran muro que separa a California de su eventual independencia es el marco legal de Estados Unidos. A pesar del atractivo económico y simbólico del proyecto, la constitución federal no prevé en ningún caso la posibilidad de que un estado decida abandonar la unión por su cuenta. El precedente jurídico más citado, el caso "Texas v. White" de 1869, estableció que la unión entre los estados es permanente y solo podría disolverse con el acuerdo del resto del país. Eso significa que, para seguir una vía legal, sería necesario impulsar una enmienda constitucional, cosa que requiere una doble supermayoría: dos terceras partes del Congreso y la ratificación de tres cuartos de los estados. Una opción que, hoy por hoy, parece del todo inalcanzable. Todo ello hace que el sueño independentista se enfrente a un desafío que va mucho más allá de la voluntad popular o de los argumentos económicos.