En Teherán, miles de fieles se reunieron recientemente en una mezquita con los rostros alzados al cielo, rezando para que finalmente llegue la lluvia. Son imágenes de una ciudad que se acerca peligrosamente al límite: el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, ha advertido que, si no llueve antes de diciembre, será necesario racionar el agua y, en última instancia, incluso evacuar partes de la capital. Las semanas pasan, el cielo continúa seco y el miedo se extiende entre una población de 15 millones de habitantes que ve cómo el grifo empieza a fallar.
Aunque Teherán concentra la atención internacional, la crisis es mucho más extensa. Según expertos, una veintena de provincias iraníes no han recibido ni una sola gota de lluvia desde que comenzó la temporada húmeda en septiembre. Alrededor del 10% de las presas del país están prácticamente secas, reflejando una situación que combina décadas de mala gestión, sobreexplotación y los efectos crecientes del cambio climático.
La peor sequía en 40 años
La sequía actual es la peor en al menos 40 años. Lo que la hace especialmente alarmante, explican investigadores, es que los niveles de agua continúan bajando justo en una época en la que las reservas deberían estar recuperándose. Para un país semiárido acostumbrado a períodos de falta de agua, lo nuevo es la profundidad y el alcance de una crisis que ahora golpea duramente a la capital, centro político y económico de Irán.
Las cifras son contundentes: las presas que abastecen Teherán están solo al 11% de capacidad. La presa de Latyan, a 25 kilómetros de la ciudad, roza el 9%. Su embalse se ha retirado tanto desde mayo que ha dejado al descubierto un lecho de río prácticamente seco, con solo algunos hilos de agua. El Amir Kabir, otra infraestructura clave situada al noroeste, se encuentra alrededor del 8%. Y la situación es incluso más grave en Mashhad, la segunda ciudad más poblada del país, donde los principales embalses rozan un dramático 3%.
Para los expertos, esta no es una catástrofe puntual, sino una fallida hídrica estructural. Durante décadas, Irán ha extraído agua de los ríos, lagos y acuíferos a un ritmo muy superior a su capacidad natural de recuperación. Según Kaveh Madani, director del Instituto del Agua, el Medio Ambiente y la Salud de la UNU, el país vive en una especie de “quiebra hídrica”: se han gastado tanto los recursos de superficie como los subterráneos.
Una parte importante de la responsabilidad recae en las políticas destinadas a alcanzar la autosuficiencia alimentaria, especialmente tras las sanciones occidentales. La agricultura de regadío se ha duplicado desde 1979, y el cultivo de arroz –un producto básico para los iraníes– consume enormes cantidades de agua. Hoy, el sector agrícola representa el 90% del uso total de agua en el país.
El lago Urmia, antiguamente uno de los lagos salados más grandes del planeta, es un ejemplo trágico de esta presión. Décadas de desvíos de agua para agricultura y presas han reducido el lago a una fracción de lo que era. Su desaparición no solo es un desastre ecológico, sino un símbolo de la magnitud del estrés hídrico iraní.
Infraestructura envejecida
A todo esto se suma la infraestructura envejecida: hasta un 30% del agua potable se pierde por fugas antes de llegar a los hogares, según especialistas. Y la reutilización de agua es mínima. Con un clima cada vez más cálido y seco –amplificado por el cambio climático–, la combinación es explosiva. Irán se encuentra en el sexto año consecutivo de sequía, con temperaturas extremas y lluvias escasas que, según análisis recientes, serían imposibles sin el calentamiento global provocado por la actividad humana.
En Teherán, muchos residentes reportan caídas de presión y cortes puntuales, a pesar de que el gobierno insiste en que no existe un racionamiento oficial. Esta falta de comunicación clara ha alimentado la desconfianza e incluso teorías conspirativas que acusan a potencias extranjeras de “robar nubes”.
A pesar de las advertencias de evacuación, muchos expertos consideran que un traslado masivo es inviable. Sí que se podrían producir evacuaciones temporales, como las fiestas de emergencia anunciadas el verano pasado, para reducir el consumo. La siembra de nubes –que consiste en introducir partículas en nubes para estimular la lluvia– ha sido probada, pero sin resultados concluyentes.
Lo que reclaman los expertos es una reforma estructural: reducir la dependencia de la agricultura intensiva y de los sectores que devoran recursos hídricos, modernizar infraestructuras y gestionar de manera sostenible unos recursos cada vez más limitados. Pero estas medidas son impopulares y económicamente complicadas. Y, aun así, el tiempo se agota. Incluso si llegan las lluvias, no revertirán décadas de mala gestión ni recuperarán acuíferos agotados.