Hace tan solo cuarenta años, el 13 de noviembre de 1985, el mundo quedó conmocionado por la tragedia de Armero, en Colombia, pero sobre todo por la mirada de Omaira Sánchez, una niña de solo 13 años que se convirtió en el rostro más impactante del desastre. La erupción del volcán Nevado del Ruiz desencadenó una avalancha de barro y rocas que engulló Armero y provocó miles de muertes en cuestión de horas. Pero Omaira no se apagó en aquel instante, quedó atrapada entre escombros, madera y agua, con el cuerpo sumergido y sin posibilidad de escapar. Durante tres días, con una serenidad que todavía hoy desconcierta, habló con socorristas y periodistas que habían llegado al lugar de los hechos mientras todo el país seguía en directo su muerte. Su imagen, hundida en el barro y aguantando el aliento con una fortaleza que contrastaba con el horror del momento, se convirtió en el símbolo irrefutable de una tragedia que continúa marcada a fuego en la memoria de Colombia.

Omaira Sánchez Garzón vivía con su familia en el barrio Santander, a pocas calles del centro de Armero, una localidad de 50.000 habitantes conocida como “la ciudad blanca” por su producción de algodón. Aquel miércoles 13 de noviembre, alrededor de las 23:00, la vida cotidiana de Omaira transcurría sin sobresaltos. Estaba en casa con su padre, su tía y su hermano pequeño, Álvaro, de solo 11 años. Nadie imaginaba que, a 48 kilómetros de distancia, el volcán Nevado del Ruiz acababa de despertar con una fuerza devastadora. La erupción derritió los glaciares de la cima y generó una violenta avalancha de lava, agua y rocas que arrasó los afluentes que desembocaban en Armero. A las 23:30, un estruendo ensordecedor rompió la quietud de la ciudad y, en cuestión de segundos, una lengua de agua y barro barrió el barrio Santander y derribó la casa de los Sánchez.

El impacto sacudió a Omaira con mucha violencia; perdió de vista a su padre, su tía y su hermano, y quedó inconsciente. Milagrosamente, horas más tarde, la niña se despertó rodeada de escombros, atrapada en un charco de barro que le llegaba hasta el pecho. Así pasó toda la noche del jueves, sola, inmóvil y sin saber qué había pasado con su familia. Cuando los primeros equipos de rescate consiguieron llegar el viernes por la mañana, intentaron sacarla sin éxito, ya que las piernas le quedaban completamente bloqueadas. Buscando una manera de mantenerla a flote, le colocaron un neumático alrededor del cuerpo. Al sumergirse repetidamente para analizar la situación, los rescatistas descubrieron con horror que Omaira se mantenía erguida gracias al cuerpo de su tía, sepultado bajo la montaña de restos que antes había sido su hogar. La niña, incapaz de sentir o mover las extremidades, resistía rodeada de agua, madera, escombros y la devastación absoluta del desastre.

A pesar de la gravedad de la situación, Omaira continuaba hablando con lucidez, ajena al hecho de que no había escapatoria. Hacia el mediodía del viernes, preguntó con inocencia qué día era y, al saberlo, se preocupó por la escuela. “Ay, caramba, hoy era el examen de matemáticas. Perderé el año”, dijo. Su cuerpo, atrapado de cintura para abajo entre los escombros, comenzaba a ceder ante el agua y el barro, que subían lentamente. Los equipos de rescate, agotados e impotentes, analizaron varias opciones. La más extrema era amputarle las piernas. Pero enseguida se descartó. No había medios, condiciones médicas ni materiales para llevar a cabo una operación de esta índole sin condenarla a una agonía aún peor. En un último intento, probaron de aspirar el barro con una bomba, pero tampoco funcionó. La agonía se convirtió en certeza y, sin que nadie tuviera que decirlo, todos entendieron que no había manera de salvarla.

A medida que avanzaba el viernes y la noche volvía a caer sobre Armero, los signos de agotamiento de Omaira se hacían más evidentes. Los ojos se le enrojecieron, el rostro se le hinchó y las manos se le volvieron blancas, mientras sus palabras comenzaban a perder sentido. A pesar de todo, no lloró, no gritó, no hizo nada. Se mantenía serena, con una fortaleza que desconcertaba a todos. La escena, tan conmovedora como insoportable, atrajo a periodistas y cámaras de todo el mundo, las cuales proyectaron el rostro de Omaira a millones de hogares, convirtiendo el caso en un icono trágico de la catástrofe.

“El Señor me espera”

Cuando ya parecía que no quedaba ninguna opción, apareció un atisbo de esperanza. Para liberar a Omaira se necesitaba una bomba más potente, capaz de drenar el pozo donde había quedado atrapada, y el sábado de madrugada se organizó una operación a contrarreloj para hacerla llegar. Un helicóptero salió de Bogotá tan pronto como la meteorología lo permitió y, sobre las 8:00, el dispositivo ya estaba al lado de la niña. Quince minutos después, la bomba comenzaba a sacar agua. Por primera vez en casi dos días, los equipos de rescate sintieron que quizás había una oportunidad real. Pero la ilusión duró poco, ya que la máquina se obstruía constantemente por el barro, y el agua bajaba demasiado lentamente. A esa hora, Omaira ya casi no podía mantener los ojos abiertos. Había pasado la noche delirando, contando chistes a los médicos que no se separaron de ella. Según relataba una crónica de El Tiempo, el rescatista Jairo Enrique Guativonza permaneció abrazado a la niña toda la noche para darle calor, le cantó e incluso le dijo que aquel día era su cumpleaños. Guativonza explicaría después que, en medio de las alucinaciones, Omaira le confesó que “el Señor ya la estaba esperando”.

A las 9:00 de aquel sábado, mientras la bomba continuaba trabajando con una lentitud desesperante, el cuerpo en descomposición de la tía de Omaira emergió. La niña había quedado atrapada entre aquel cadáver y una pesada plancha de hormigón, en una posición que parecía casi arrodillada. El tiempo se agotaba. Omaira agonizaba, probablemente afectada por una gangrena avanzada o una hipotermia severa después de más de dos días sumergida. Los médicos deliberaron desesperadamente y concluyeron que no había salida. En silencio, los equipos de rescate asumieron lo inevitable y a las 10:05, Omaira encogió los hombros y cerró los ojos por última vez. A su alrededor, los periodistas giraron la cabeza para llorar de espaldas a las cámaras. Después de 60 horas atrapada e inmóvil, Omaira exhaló su último aliento, dejando una imagen imborrable en el tiempo.

Omaira Sánchez durant la seva agonia
Omaira durante su agonía

Tres días después de la erupción del Nevado del Ruiz, cuando los equipos de rescate asumieron la magnitud real del desastre, las autoridades colombianas declararon oficialmente la ciudad de Armero como “cementerio”. Más de 22.000 personas murieron sepultadas bajo toneladas de barro, piedras y escombros, y en pueblos cercanos, como Chinchiná, la tragedia también fue devastadora, con 1.800 víctimas mortales. La de Omaira Sánchez, sin embargo, se convirtió en la historia más destacada de aquel desastre, no solo por su agonía retransmitida en directo, sino porque su rostro quedó fijado en la memoria colectiva. Hoy, su tumba se ha convertido en un santuario donde fieles y visitantes dejan flores, velas y oraciones.