Tal día como hoy de hace 25 años, el 25 de julio del 2000, el vuelo 4590 de Air France se convertía en protagonista de una de las tragedias aéreas más impactantes de la historia de la aviación comercial. Se trataba de un vuelo chárter operado con un Concorde, el emblemático avión supersónico capaz de atravesar el Atlántico a más de 2.000 kilómetros por hora. Poco después de las 16:30 horas, la aeronave despegaba del aeropuerto Charles de Gaulle de París en dirección a Nueva York. Pero casi enseguida, una espectacular lengua de fuego empezó a brotar del ala izquierda. Solo hacía unos segundos que había dejado la pista y ya se había desencadenado una tragedia que se saldaría con la muerte de las 109 personas a bordo y 4 más en el suelo. ¿Lo que provocó el desastre? Una simple pieza de metal de tan solo 3 centímetros de ancho. Un detalle ínfimo que acabaría condenando para siempre el mito del Concorde.
Por mala fortuna del Concorde y el centenar de personas que viajaban a bordo —una tripulación experimentada y un centenar de pasajeros, principalmente turistas alemanes que se disponían a iniciar un crucero—, el aparato chocó con su destino fatal tan solo empezar el vuelo. Uno de los neumáticos del avión pisó, a gran velocidad, una pequeña pieza de titanio que había caído previamente de un McDonnell Douglas DC-10 de Continental Airlines. El impacto provocó que un fragmento del neumático, de cerca de 4,5 kilos, saliera proyectado contra la parte inferior del ala izquierda, perforando el depósito de combustible y desencadenando un incendio inmediato. El capitán, consciente de la gravedad de la situación, intentó redirigir el Concorde hacia el aeropuerto de París-Le Bourget para hacer un aterrizaje de emergencia. Pero no llegó nunca. El avión se estrelló contra un hotel en la localidad de Gonesse, a las afueras de París.
On this day, 25th of July 2000, Air France Flight 4590 crashes shortly after takeoff. Today, it's the 25th Anniversary of the Concorde crash in
— Turbine Traveller (@Turbinetraveler) July 25, 2025
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Aunque aquel trágico 25 de julio fue el único accidente mortal en la trayectoria operativa del Concorde, las consecuencias fueron irreversibles. El siniestro proyectó una sombra de desconfianza sobre el futuro del mítico "gran pájaro blanco", un icono de la tecnología aeronáutica franco-británica. Tres años después, el 26 de noviembre de 2003, el Concorde despegó por última vez. A la caída de la demanda de pasajeros después del accidente se sumaron unos costes de mantenimiento astronómicos y el impacto que los atentados del 11 de septiembre de 2001 tuvieron en todo el sector aéreo. Todo ello empujó a Air France y British Airways, las dos únicas compañías que lo operaban, a retirarlo definitivamente. Hasta entonces, sin embargo, había sido un emblema de la velocidad y el lujo: capaz de unir París y Nueva York en solo tres horas y media, gracias a sus motores Rolls Royce-Olympus que lo hacían volar a más de 2.000 kilómetros por hora, al doble de la velocidad del sonido.
Una experiencia única
Una experiencia a bordo del Concorde no era para todos los bolsillos. Viajar implicaba formar parte de una élite muy concreta, con billetes que llegaban a costar hasta 6.000 libras en trayectos como el Londres-Nueva York, una cantidad desorbitada para la época que convertía a sus pasajeros en miembros de un club exclusivo. No solo se pagaba por la rapidez —más de dos veces la velocidad del sonido—, sino también por el aura de distinción y singularidad que rodeaba aquel avión. Tal como recordaba el excapitán del Concorde de British Airways, John Tye, en declaraciones a la CNN, era habitual avisar a otras aeronaves comerciales más lentas de que "pasaríamos" para evitar que el ruido de la ruptura de la barrera del sonido las alarmara. "Pasábamos más deprisa que una bala de fusil", explicaba, como muestra de lo que significaba pilotar —o viajar dentro— aquel prodigio de la ingeniería aeronáutica.

El Concorde no solo prometía rapidez, sino también una experiencia de vuelo que fregaba el hedonismo. El menú a bordo incluía delicias como ensalada de langosta con trufas, pastel de salmón ahumado o pechuga de gallina guineana, muy regada con una selección exquisita de vinos y una carta de champán a la altura de las circunstancias: a lo largo de su vida operativa, se sirvieron un millón de botellas. Pero el viaje iba más allá del paladar. Volar a bordo del Concorde quería decir elevarse hasta altitudes de entre 15.000 y 18.000 metros —muy por encima de los 12.000 habituales—, y poder contemplar con los mismos ojos la curvatura de la Tierra. Casi no se fabricaron una veintena de unidades, pero fue más que suficiente para que se convirtiera en el avión preferido de políticos, directivos, estrellas del mundo del espectáculo y turistas adinerados que buscaban una experiencia inigualable.