Uno de los cuadros más famosos de Edgar Degas lleva por título La Absenta (en francés, L’Absinthe). En él se observan dos personajes absortos, como recluidos y alcoholizados, uno fumando pipa y la otra encorvada ante una copa verde. El encuadre tiene una esencia marcadamente impresionista: las figuras se muestran descentradas frente a un espejo, que deforma aún más la escena y la dota de un gran sentimiento. Y, aunque los personajes están físicamente juntos, no existe una aparente relación entre ellos; ambos vagan inmóviles sin inmutarse en un ambiente estereotipado de los bares y cafés de París de finales del siglo XIX. En aquel entonces —el cuadro es de 1876—, la absenta dominaba la escena nocturna del Montmartre. Los artistas y escritores se rendían a ella buscando inspiración, aunque cualquiera con ganas de esparcimiento encontraba en ella una aliada. Y, en la medida en que se construía una conciencia (o inconsciencia) bohemia a su alrededor, el público la reivindicaba, convirtiendo ese licor en un mito asociado a las noches frenéticas del Moulin Rouge o Le Chat Noir. Sin embargo, el cuadro no parece retratar ese éxtasis social, sino más bien la decadencia de una noche de copas o las consecuencias socioeconómicas de cualquier alma descarriada por el alcoholismo. Por este motivo, aunque la bebida dio profundidad al impresionismo y luz a toda la historia del arte, también trastocó a toda una generación. Y, por considerarse una droga psicoactiva peligrosamente adictiva (aunque no hay ningún estudio que lo demuestre científicamente), se acabó prohibiendo en varios países; empezando por Estados Unidos y terminando, lógicamente, por Francia, en 1915. Sin embargo, la absenta no se prohibió nunca en nuestro país. Y,  por este motivo, desde 1820 —año de su fundación—, o desde algún momento inaccesible a la memoria oral o escrita, en el Bar Marsella del Raval se sirve absenta a sus parroquianos.

“Lo único que se ha tocado ha sido el techo, hace unos treinta años. Sin embargo, este se cae literalmente a tiras”

 

foto1 (2)Absinthe, de Edgar Degas / Foto: Wikimedia

El Bar Marsella

El Marsella es el bar más antiguo de Barcelona. Cuando se fundó, hace doscientos dos años, Degas todavía no había nacido, y la ciudad condal, por medio de los Exaltados, era considerada la ciudad más revolucionaria de la Monarquía hispánica y de Europa. José Lamiel es el actual propietario. Antes que él, lo fueron también su padre y su abuelo. Y antes que ellos, otras dos familias. En total, 5 generaciones. Desde la época de su abuelo, fallecido hace sesenta y seis años, el bar sigue inmóvil, sin tocar, abstraído de la realidad como los personajes de Degas. Y, como en el cuadro, el Marsella también está lleno de espejos. Hay tantos que “desde cualquier punto puedes ver a todo el mundo”, afirma José. De hecho, "lo único que se ha tocado ha sido el techo, hace unos treinta años". Sin embargo, su apariencia no parece adecuarse a este comentario. "El techo se cae, literalmente, a tiras. Esto es por unas antiguas humedades que ya están resueltas. Ahora la duda que tengo es si lo pinto o no, porque a la gente le gusta tal y como está".

Para aquellos y aquellas que conocemos el Marsella —ubicado en la calle Sant Pau, 65— los dedos de polvo sobre las botellas o los carteles de la época franquista que prohíben estacionarse en las mesas o cantar no sorprenden en absoluto. Al revés. Nos sorprendería ver el techo repintado o cualquier pequeño cambio, por pequeño que sea, que alterara la pátina del tiempo. Por su parte, el personal tampoco cambia; te atiende siempre la misma gente, con la misma hospitalidad. Con esta idiosincrasia, es natural que el Marsella haya atraído la atención de personajes famosos y mediáticos. Pero a José eso le da igual. Mientras sean amables y simpáticos, y tengan ganas de vivir una experiencia auténtica, aquí todo el mundo es bienvenido, desde un turista de paso o la vecina de toda la vida —la clientela habitual. De hecho, en 2013, frente a un fenómeno de especulación inmobiliaria que amenazaba con cerrar el bar, los mismos clientes del barrio recogieron miles de firmas y esto provocó que el ayuntamiento acabara comprando el edificio.

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El ritual de la absenta en el bar Marsella / Foto: happyinspain

Consumo y elaboración de la absenta

En el Marsella hay un ritual inesquivable: beber una copa de absenta. Se sirve con un terrón de azúcar y una botella de agua en cuyo tapón, sin abrirla, le han practicado un orificio minúsculo. Sobre la copa se dispone un tenedor atravesado y, sobre él, el terrón de azúcar. En la tradición de la absenta, el terrón se empaparía previamente en el licor, y se encendería a continuación para dejar que este se fundiera y se evaporara así una parte del alcohol. En el Marsella, sin embargo, tienen su propia manera de servirla. Una vez colocado el terrón sobre el tenedor, este se deshace por acción de un chorrito de agua que cae a presión desde la botella. El resultado es una bebida igualmente diluida, de una turbidez lechosa resultante de la cristalización natural del anetole (un compuesto aromático muy presente en el anís). Pero seamos sinceros; ante un trago de absenta es inevitable no hacer una mueca. Como lo es hacer otro trago, y otra mueca, y así sucesivamente hasta ver hadas verdes (de ahí su apodo de Fée Verte). En principio (o al menos en la IGP francesa Absinthe de Pontarlier), para su elaboración son indispensables dos ingredientes: alcohol de uso alimentario y las hojas de alguna especie de Artemisia como el ajenjo (Artemisia absinthium), del que, por cierto, la bebida adopta el nombre. La absenta del Bar Marsella, concretamente, que también puede comprarse en el mismo bar o en tiendas especializadas (es de la marca Montañá), se elabora desde tiempos remotos en Badalona bajo el mismo techo donde se elabora desde 1876 el mítico vermut Perucchi. Y ahora que hablamos de techos, volvamos al techo del Marsella. Apostaría a que seguirá como está unos doscientos años más.

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Botella de la absenta Montaña / Foto: happyinspain