Esta historia habla de platos tradicionales, licores autóctonos y un restaurante mágico lejos de Catalunya, pero a la gastronomía llegaremos de aquí a unos párrafos, ya que todo empieza en el aeropuerto del Prat un viernes al mediodía. O mejor dicho, empieza en la Gran Vía de Barcelona un rato antes, justo cuando un accidente inesperado provoca una retención horrorosa que atrapa a una pareja con dos billetes para volar a Mallorca sesenta minutos después. Los minutos pasan y la caravana persiste, igual que el reloj, que no se detiene. Cuando por fin llegan a la terminal 2, la lucha contra reloj es como una carrera de obstáculos. Después de aparcar el coche, se plantan delante de la puerta U27 pocos minutos después de la hora prevista para el cierre de puertas y, en efecto, se la encuentran cerrada. Dos trabajadoras de la aerolínea les dicen que el embarque ha acabado hace tres minutos mientras, tras el cristal, unos operarios de pista del tamaño de las hormigas todavía estan entrando las maletas en la bodega del avión. Impotentes y frustrados, los dos protagonistas de nuestra aventura se ven obligados a quedarse en tierra, cuando menos hasta que encuentren otro vuelo. Cuando menos, hasta que el destino juegue sus cartas. Porque las jugará.

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De este bacalao a la mallorquina hablaremos de aquí a unos párrafos, no sufras.

Cuando las cosas se tuercen y todos los planes se van al garete, hay que confiar "en la rima que contienen las desgracias" para transformarlas en cosas especiales, como dijo Paul Verlaine. Tener fe en la poesía simbolista está bien, pero tenerla en la magia innata de Mallorca todavía está mejor. Después de cinco horas aburridísimas en una terminal de aeropuerto y después de comprar dos billetes con el móvil al precio de lo que cuesta viajar a la otra punta del mundo, nuestros particulares Abelardo y Eloísa despegan a las ocho de la tarde con el agotamiento en el cuerpo de quien ha hecho una mudanza. Y todavía queda más: irán hasta Inca, en taxi, para recoger el coche que una amiga de la uni les deja. Llegarán al hotel, en Artà, a unas horas en las cuales ya no hay nadie en la recepción. Y sobre todo, intentarán encontrar algún lugar donde cenar, ya que el local de Capdepera donde tenían mesa a las 20.30h les ha dicho que no puede modificarles la reserva porque más allá de las diez y media ya no sirven comidas. Cuando aterrizan en Son Sant Joan, pues, la aventura, continúa. Recogen el coche en Inca, suben hacia Artà pasando por Can Picafort y a las diez pasadas, por fin, llegan al hotel, que es una de aquellas casas señoriales reformadísimas pero donde todo tiene cierto aroma de ancien régime mallorquín, de Bearn o la sala de muñecas de Villalonga. Ella titubea con la opción de ducharse, pero él no lo ve claro. Tiene hambre. Tiene sed. Y tiene, sobre todo, ganas de saber si Mallorca hará de Mallorca.

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Terraza paradisiaca del escondido Café Parisien (@cafeparisienarta)

Convendrás que encontrar restaurante es siempre un trabajo pesado, pero buscarlo cuándo sabes que ya es demasiado tarde y que los pocos turistas alemanes que debe haber en el pueblo hace tres horas que han cenado es una experiencia casi angustiante. Hambrientos, llegan a la plaza del Conquistador con la duda de sí entrar en el primer lugar que encuentren abierto y con mesa libre, ya que quizás no son horas de ponerse estupendo y mirar las cartas con aquel ademán serio de quien parece que, en vez de leer un menú, esté leyendo una tesis doctoral de Física nuclear. De repente, en lo alto de la plaza y delante de la biblioteca municipal, suena una música afrancesada más digna de una escena de Amélie que de un pueblo de Mallorca perdido de la mano de Dios y ven un letrero que lo cambiará todo: Café Parisien, escrito con letras blancas sobre un fondo azul. Allí, dice ella mientras lo señala. Se acercan y leen la carta escrita a mano en una pizarra con una caligrafía preciosa, a medio camino entre la de un escolar en los tiempos de la II República y la de un club nocturno de jazz donde una noche anuncian que toca Woody Allen.

Cafe Parisien exterior
El restaurante Cafè Parisien en una estampa vangoghiana (@cafeparisienarta)

Les gusta lo que leen. Entran, preguntan si tienen mesa y un hombre alto y fuerte que tiene cara de leer a Nietzsche en el lavabo, con un acento extranjero pero un evidente dominio del catalán, les dice que sí. "Clar que sí!" concretamente, con un entusiasmo que a ellos dos les parece una bendición. Atraviesan toda la sala grande y llegan hasta el jardín, una joya oculta de belleza despampanante y en la cual destaca una inesperada bandera del RCD Mallorca, aunque este detalle importante hará falta explicarlo otro día o lo tendrás que descubrir por tu cuenta, "hipócrita lector, hermano que te me pareces". Volvemos donde estábamos y no nos pongamos baudelerianos. Ya casi no hay nadie cenando, las únicas dos mesas llenas ya enfilan los postres y el ambiente es tranquilo y silencioso, como un paseo nocturno en Montmartre, dice él. Ella ríe y, mientras escruta la carta y duda entre la cola de pulpo a la brasa con trempón o el bacalao a la mallorquina, le recrimina que sea tan cursi. Piden una botella de Sincronía, un buen blanco de la bodega mallorquina Mesquida Mora, y él propone compartir un vittello tonnato antes del solomillo con sobrasada y miel que le hace salivar sólo de pedirlo a la camarera. Finalmente suman un camembert gratinado a la comanda y como en el restaurante ya no queda casi nadie, rápidamente les sirven los platos.

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Jardín escondido del Café Parisien (@quadern_tactil)

La familia de italianos de la mesa de al lado se levanta y se marcha diciendo "adiós". Poco después, una pareja de catalanes que hacía media hora que hablaba con una señora sentada de manera solitaria en una silla también se marchan. El jardín ya es casi sólo de ellos, pero ninguno de los dos sospecha que todavía tiene que llegar el coup de coeur definitiv. El momento clave de esta historia. Hacemos un inciso, si quieres. Un coup de coeur es una expresión francesa que se utiliza para referirse a una emoción profunda, un enamoramiento instantáneo o una picadura mágica producida por cualquier cosa. Una canción. Un beso. Un vino. O una noche en Artà, también. Cuando acaban los postres, piden dos hierbas mallorquinas, secas, y también preguntan si se puede fumar a la misteriosa señora que está sentada, bellísima y sola, dos mesas más allá. Sí, pero no me tiréis la ceniza en el suelo, les alerta. Fíjate en la cursiva. Ella también fuma y bebe, y de repente les hace una pregunta saltándose el principio básico de la interrogación directa. Sois catalanes, como yo, les dice con una sonrisa posterior que tiene alguna cosa cinematográfica. Toda la noche, en general, ya hace rato que se ha convertido en una película de la nouvelle vague, sobre todo cuando él osa preguntarle qué hace una catalana como ella allí, uno de los pueblos más remotos de Mallorca, la ciudad pequeña más lejana de Palma, el rincón de mapa que queda más afuera de todo.

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Una siciliana calle de la bella villa de Artà (@quadern_tactil)

Ella les responde que llegó a Artà por amor, hace muchísimos años, y él le responde que ellos dos también han llegado a Artà por amor, hace pocas horas. Cigarro tras cigarro y trago de licor tras trago de licor, la propietaria del restaurante y nuestros dos cansados pero renacidos protagonistas se ensartan a hablar en un podcast íntimo que parece guionizado por Godard sobre la belleza siciliana de Mallorca, la decadencia napolitana de Barcelona, de donde ella confiesa ser hija, las playas paradisiacas de Artà como Cala Torta o Cala sa Duaia, la gastronomía como una forma de arte contemporáneo y, en resumen, sobre como la vida puede dar un giro como un calcetín en pocas horas después de perder un avión. Pero sobre todo, hablan sobre el hecho de que los tres pensaron durante años que París era el lugar más fascinante del planeta, hasta que un día pisaron por primera vez Mallorca y ya nunca nada ha vuelto a ser igual. Quizás es porque "Sa roqueta", como la llaman afectuosamente los mallorquines, es como el Bitter Kas o el Vichy: una vez te enamoras de ella, es difícil no engancharte, dice él.

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Exterior del restaurante, en la ciudad de la luz de Artà (@cafeparisienarta)

Quizás por eso estáis aquí, dice la propietaria antes de hacerles la pregunta clave, esta vez en formato interrogativo, pero con afirmación posterior, como un penalti con paradinha. ¿"Enamorados y enamorados de Mallorca, verdad?", pregunta a la que la joven pareja, al unísono, responde que sí. "Y enamorados del Café Parisien, aunque todavía no lo sepáis", afirmación a la cual los dos jóvenes, también al unísono, responden con un trago de hierbas. Tiene toda la razón: nuestros dos protagonistas todavía no lo saben, pero lo sabrán, ya que ni la ciudad de la luz es únicamente una ciudad, ni la mayor isla de las Baleares es solamente una isla. Ni el Café Parisien es únicamente un restaurante. Las tres cosas son en realidad un género literario, cuando menos para el protagonista masculino de esta historia, por eso cuando habla de Mallorca deja de ser el articulista que ahora lees para convertirse, involuntariamente, en el narrador que llevas rato leyendo. El motivo es sencillo: igual que París hay que leerla antes de experimentarla, Mallorca es imposible no escribirla después de vivirla.