Es a partir de esta pregunta —¿qué alimento te llevarías a una isla deserta?— que comprendemos hasta qué punto nos gusta aquello que verdaderamente nos gusta. Ciertamente, hay quien ante esta cuestión se cura en salud y responde con conceptos más generalistas, como el sushi, la pizza o el helado, el cual, por su amplio abanico de sabores y texturas, desvirtúa la esencia discriminadora de la pregunta. Pero no hay que preocuparse, que una cosa es tener que escoger entre alguno de tus hijos o hijas (donde entiendo que podrían presentarse ciertas dudas) y otra muy diferente es hacerlo entre alguna de tus comidas preferidas. Sin embargo, la ficción está servida. Y, mientras digerías este preámbulo, tu subconsciente ya se ha decantado por un ganador. Quiero decir, tal como nos explican los expertos en conocimiento sensorial, tardamos unos siete segundos en manifestar verbalmente nuestras decisiones. O dicho en otras palabras, decidimos sin pensar, y dudamos cuando pensamos. Entonces, ¿qué alimento te llevarías a una isla desierta?

Después de probar la primera anchoa tuve la tentación de tirar la lata directamente a la basura

Las anchoas artesanales

Recuerdo la primera vez que me enfrenté a esta cuestión. ¿La respuesta? Anchoas. Desde entonces, cuando por alguna razón me he encontrado inmerso nuevamente en este asunto, no sé si por inercia o porque realmente son mi alimento favorito, siempre he respondido lo mismo: anchoas. Y es por este motivo que hoy me he visto obligado a hablaros del declive que vive este nuestro alimento. En parte —y ahora dejaré de lado el problema de la sobrepesca y el hecho de que los ejemplares del Mediterráneo presenten un tamaño raquítico, muy probablemente por culpa de los microplásticos— por la tendencia sistemática de la sociedad de consumo de querer hacer las cosas deprisa y corrientes. Las anchoas de toda la vida —sí, aquellas a las que Josep Pla dedicó todo tipo de versos— son el resultado de eviscerar, salar y dejar descansar durante unos meses el boquerón, también denominado anchoa europea (Engraulis encrasicolus). Para, más tarde, seleccionar, recortar, quitar las espinas y colocarlos delicadamente en frascos o latas con una grasa, normalmente con aceite de oliva. De resultas de su origen ancestral —se conocen vestigios mesopotámicos y egipcios dedicados a conservar los pescados mediante la sal—, a lo largo de toda la ribera Mediterránea la preparación de las anchoas es una constante. He probado tradicionales en Francia, en Italia, en Malta, en Grecia o en Marruecos. Y, a pesar de las diferencias de tamaño, textura y aroma (en Cadaqués, por ejemplo, tienen la costumbre de confitarlas con pimienta negra), el hecho es que siempre me ha parecido el mismo alimento. Sin embargo, en cada nueva incursión fuera del universo de las anchoas artesanales (entre las cuales tenemos buenos ejemplos en nuestra casa, como las Anxoves de l'EscalaAnxoves de RosesXilluSolés S'anxova de Cadaqués), el resultado ha sido nefasto.

Las espinas eran como sables clavándose entre mis dientes, obligándome a pasar por el espejo del lavabo con unas pinzas y a arrancármelas entre posturas de contorsionista

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Anchoas de Conserves Bahia / Foto: Anchoas de Roses

La peor anchoa de la historia

Hay días que tienen un sabor especial. Como, por ejemplo, los días que me paseo por los estantes de los supermercados buscando productos como las anchoas. La semana pasada le tocó el turno al Lidl. Y, creedme: después de probar la primera anchoa tuve la tentación de tirar la lata directamente a la basura. Fue un golpe muy bajo. De entrada, los filetes de anchoa en aceite de oliva de la marca Ocean Sea presentaban un hedor muy desagradable, como de comida de tortuga doméstica o de pez de pecera. Después, su textura era seca y rasposa, nada que ver con el tacto meloso de una anchoa auténtica. A continuación, el susodicho aceite de oliva parecía (y olía como) un aceite vegetal cualquiera, más bien refinado. Y, finalmente, las espinas eran como sables clavándose entre mis dientes, obligándome a pasar por el espejo del lavabo con unas pinzas y a arrancármelas entre posturas de contorsionista. ¿Cómo es posible que alguien, y cuando digo alguien me refiero a una larga cadena de responsabilidades, haya concebido un producto así? ¿Cómo puede ser que un pescado salvaje, sea un boquerón europeo o cualquiera de sus parientes del Pacífico, haya acabado embalsamado con un aceite sin perfume, condenado a sacar de quicio a cualquiera quien lo pruebe? Para que entendáis la gravedad del tema: la consistencia de las espinas era tal que ni siquiera, después de triturarlas con un minipimer para la preparación de una salsa puttanesca, conseguí solucionarlo.

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Las anchoas de la marca Ocean Sea / Foto: Merca2

Sin prisas, por favor

Conste que no tengo nada en contra del Lidl. O mejor dicho, tengo en contra del Lidl lo mismo que tengo en contra de cualquier supermercado, aunque compre en ellos de vez en cuando. Tal como apuntaba, el problema de estas anchoas es el problema mismo de la sociedad de consumo: hay que producirlo todo a toda prisa y venderlo a la misma velocidad. En el caso de las anchoas de calidad, sin embargo, se considera que a partir de los seis meses de reposo de los boquerones con la sal estos alcanzan el sabor y textura (sobre todo de las espinas) característico de una anchoa de calidad. No obstante, parece que a la industria le preocupa muy poco que nos tengamos que arrancar una a una las espinas del paladar. Bienvenido el progreso, claro está. Con todos sus métodos de producción forzada de anchoas de bajo coste. Pero, por favor, que las anchoas sean sabrosas y sus espinas, amorosas. O en caso contrario, sólo harán que estropear la escalivada, la esqueixada, la coca de recapte, el pan con tomate o mejor todavía, el pan con mantequilla. Porque no hay nada mejor que una tostada de pan untada con mantequilla y una anchoa arriba del todo. Quiero decir, una buena anchoa arriba del todo.

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Anchoas con mantequilla de la casa M.A. Revilla / Foto: M.A. Revilla