La madre de mi primera novia me enseñó tres cosas. La tercera todavía no os la puedo decir. La segunda es que tienes que pedir disculpas a tus hijos por traerlos a un mundo como este. La primera es que las crepes, o se comen calientes, o no se comen. Se ha dedicado mucha poesía a la cocina de la madre y de la abuela, y bien poca a la de las suegras, por la misma razón que poemas de amor hay muchos, y de diplomacia no tantos. No hay poemas sobre protocolo, ni sobre cómo sentarse en la mesa con tu familia política te hace enderezar la espalda y empercharte los hombros.

Nunca os lo creeríais, el nombre de mi primera novia, pero su madre se llamaba Françoise. Era de Montpelier, decía que el catalán era francés mal hablado, y fue la primera persona que me dio a probar crepes caseras. Yo les ponía jamón y mi primera novia, que era vegetariana, les ponía queso. No recuerdo el sabor de aquellas crepes, ni si estaban muy o poco hechas. Sí que recuerdo cómo mi primera novia y yo nos las comíamos sentados en la mesa de la cocina, mientras Françoise estaba de pie, sartén en mano, y absolutamente contraria a que la esperaran, porque esperarla significaría comerse las crepes frías.

Se ha dedicado mucha poesía a la cocina de la madre y de la abuela, y bien poca en la de las suegras, por la misma razón que poemas de amor hay muchos, y de diplomacia no tantos

En casa me habían enseñado que empezar a comer sin esperar a que quien cocina se siente a la mesa, es un agravio. Françoise me enseñó —ahora ya os lo puedo decir— que hay platos donde la ausencia de quien los firma es, si todo va bien, intrínseca. La reverencia del no estar. La incomparecencia de una estima delegada. Aquello no se parecía a nada que yo hubiera visto nunca. Mi padre, sí, volteaba filetes, chuletas y butifarras en la barbacoa que hacíamos la noche de San Juan, mientras el resto de familia zampábamos de lo lindo, pero el incentivo de encadenar cervezas explicaba parte de su altruismo brasero.

El caballo de Françoise, sin embargo, iba sin zanahoria colgando delante del morro. Ella me enseñó tres cosas, pero sus crepes me hicieron entender algo fundamental: cocinar para otro es entregarle tu tiempo a fuerza de desaparecer. Cada vez que como o ceno bajo un techo que no es el mío y la comida para llevar se impone, y las conversaciones son largas y las bandejas de plástico se amontonan, me acuerdo de Françoise dándonos crepes a base de darnos la espalda, a mí y a Agua. Ya os lo había dicho, que nunca os creeríais el nombre de mi primera novia.

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Foto: Unsplash

El hermano de Agua le pidió que, cuando yo pasara la noche en su casa, pusiéramos un colchón extra en el dormitorio, para enviar el mensaje, a Françoise, de que su hija y yo dormíamos separados. Eso nunca pasó, y quién sabe: quizás vivir no es la única cosa que haremos peor que nuestros padres. Hace tiempo que no sé nada de Agua, ni de Françoise. Ahora, en casa, solo hay crepes para salir del paso: las hacemos los sábados que nos hemos quedado sin pan, y solo las dos de encima están realmente calientes; pero Françoise me enseñó tres cosas. La primera es que aquellas crepes de encima del montón son para mis hijos.