La semana pasada transité por el país del vino de lado a lado. Después de superar la ya típica retención de la AP7, finalmente giré a la altura de Miami Platja (o, como recomienda el IEC, la Platja de Mont-roig, aunque a mí la primera denominación me cautiva) y, después de cruzar el Ebro, finalmente avisté el campanario del pueblo viejo de Corbera d'Ebre que da la bienvenida a la Terra Alta. Es decir, en esta minúscula meseta abrigada en la cara norte de los Puertos de Tortosa donde las garnachas blancas, negras o peludas se transforman en unos vinos frescos, vibrados y equilibrados, especialmente a manos de algunos jóvenes virtuosos. Cualquiera que haya pisado este lugar sabe de qué hablo: la Terra Alta ya no es ninguna región desconocida ni ningún rincón por descubrir. Es, sencillamente, un prodigio de la cultura donde los vestigios de la Batalla del Ebro, las exposiciones de arte contemporáneo, los festivales de cine (como el InFCTA), los huertos abarrotados de tomates o algunos manjares tradicionales como las olivas muertas, la clotxa y, por descontado, los vinos, han generado un paisaje humano de una personalidad incomparable. De hecho, solo hay una cosa que me preocupa cada vez que traspaso el Ebro y conecto con el faro que guía el país del vino: el hecho de sentirme como el típico francés o alemán de Cadaqués, Torroella o cualquier rincón del Empordà; como un turista que perturba y distorsiona la esencia de un lugar que, paradójicamente, persigue. No obstante, tengo un motivo de peso para no sentirme así: en realidad, en la Terra Alta no voy ni por los vinos, ni por las pozas, ni por los festivales... En realidad, a la Terra Alta voy a ver a mi amigo Francesc Ferré, el alma, junto con su hermano Joan, de la Bodega Frisach.

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De pícnic por la Terra Alta / Foto: Joan Carbó

Cualquiera que tenga una vaga idea sobre el vino sabe que con el Priorat nos ha tocado la lotería

La Terra Alta es imprevisible, indómita, sorprendente. Esta vez, el hecho de bajar en pleno verano me ha ofrecido una perspectiva entrañable, de terrazas abarrotadas de juventud a ambos lados de la nacional y de padrinos y madrinas sentadas en rinconcitos insondables. Normalmente, la Terra Alta es como un hormiguero. Sus tractores y coches cutres van de aquí hacia allí cargados con todo tipo de objetos y alimentos, sin traba. Por este motivo, tropezarme con una Tierra sosegada, como despreocupada por el tsunami de la vendimia, de las almendras o de las olivas, me ha transportado a un saber hacer antiguo; como por ejemplo el de las islas griegas, donde el vino y los placeres del vientre afilan una conversación contemplativa que, a la gente de ciudad como yo, transmite una melancolía que hace verano. Dicho todo eso, después del paseo por Horta de Sant Joan; de los bañecitos en las pozas monumentales de Les Olles de Bot; de desayunar, comer, merendar y cenar tomates del huerto de mi amigo Francesc con aceite y olivas de la Cooperativa de Gandesa; o de recorrer las ruinas del pueblo viejo de Corbera; entonces puse rumbo hacia Falset, capital del Priorat y centro de mandos de las dos denominaciones que, junto con la DO Terra Alta, han catapultado el sur de Catalunya como uno de los destinos más estimulantes del universo enológico: La DO Montsant y la célebre DOQ Priorat.

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Las Ollas de Bot / Foto: Casa de laso Letras

En cuestión de pocos años ha pasado de ser la comarca más pobre de Catalunya a vender botellas de vino a más de mil euros

Cualquiera que tenga una vaga idea sobre el vino sabe que con el Priorat nos ha tocado la lotería. Indudablemente, la calidad media de los vinos de la Terra Alta y el Montsant es altísima, incluso con vinos excepcionales como el Espectacle o el Venus de Sara Pérez. Sin embargo, el Priorat, entendido como el producto resultante de una topografía caprichosa; un suelo poco profundo y extremadamente pobre —la pizarra; las viñas viejas de garnacha y cariñena, durante tantos años abandonadas; un mosaico de pueblos, puentes, ermitas, carreteras o muros de piedra seca de aroma romanticista; y una historia épica de resurrección (en cuestión de pocos años ha pasado de ser la comarca más pobre de Catalunya a vender botellas de vino a más de mil euros), juega otra liga. Cuando se trata de abrir un vino del Priorat, y ahora hablo de un vino con unas ciertas pretensiones, todo vibra. Pero, como en la Terra Alta, el vino importa, claro está; pero la amistad pesa más. Esta vez, en una colina entre viñas no muy lejos de Falset, hemos montado una mesa con cuatro sillas. Un enjambre de abejarucos empaña la caída del sol mientras los alimentos de proximidad vuelven a hacer acto de presencia. Y, entonces, embriagado por un verano que ya se nos escapa, me pregunto: ¿qué tiene el Empordà que no tenga el sur de Catalunya, se llame el país del vino, la quinta provincia o las Tierras del Ebro? Y creedme: la respuesta no son las calas.

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