Conocí a Anna Grau en Nueva York hará casi veinte años, haciendo un brunch en el Yaffa Café de Saint Marks Place. Después de lustros trabajando de corresponsal de la tribu en Madrit para el Avui, Anna se había pirado a Manhattan para curarse del vodevil insufrible de la politiquilla catalana y hacer de corresponsal para el ABC. Este servidor todavía tenía el privilegio de dedicarse a estudiar, pero hacía tiempo que escribía en el periódico de Vicent Sanchis, una publicación que acabaría dirigida (o quizás tendría que escribir destruida) por hombres de una eminentísima sangre de horchata. Enseguida me llamó la atención la veloz inteligencia de aquella mujer, de un catalanismo mucho más ardiente que el mío, pero también me extrañó el hecho que un espíritu así currara para los españoles. La cosa tiene gracia porque, puestos a sincerarnos, Anna se parecía mucho a una indepe antiprocesista avant la lettre, mientras yo todavía leía El País y consideraba eso del secesionismo como un fenómeno más bien pueblerino.

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Batallitas personales aparte, la cosa tiene gracia porque los años neoyorquinos (y la política de un país libre como los Estados Unidos) acabaron convirtiéndome en un independentista convencido, mientras Anna abrazaba posiciones netamente españolistas. El cambio es perfectamente comprensible en términos generacionales: la crisis del sistema autonómico español desgastó un espíritu tan libre como el suyo y Anna acabó pensando que, puestos a abrazar ficciones, la idea de una España liberal la convencía mucho más que el cinismo bipartidista-nacionalista. Aunque pueda parecer paradójico, yo había tenido la fortuna de vivir muy lejos del pujolismo y de la folclorización del país, y acabé comprando el independentismo porque me parecía el mejor instrumento para liberar a los catalanes y convertirlos así en la forma más despierta de ciudadanos del mundo (a saber, y como pensó Salvador Dalí a la perfección; transformándolos en americanos prósperos).

Como os podéis imaginar, yo amo a Anna Grau con toda mi alma y, precisamente porque la conozco, puedo afirmar que de todos los alcaldables de Barcelona, si tuviera que confiar las llaves de mi casa a alguien, ella sería la elección más sensata

Tiempo después, cuando Anna volvió a Madrit y yo la cagué haciendo lo mismo en Barcelona, empecé a ver cómo se acercaba a los actos de Ciudadanos. Mi impulso amistoso fue preguntarle qué carajo hacía rodeada de aquella peña tan sórdida, ella, que siempre había renegado de mezclar periodismo y política. Recuerdo vivamente cómo, con aquella mirada seductora de lechuza triste, confesó que se sentía muy a gusto entre sus militantes porque Ciudadanos era una especie de agrupación de patitos feos que no habían encontrado quien les quisiera. Todo eso, faltaría más, sucedió mucho antes de que Ciudadanos ganara unas elecciones al Parlament y de que Albert Rivera consiguiera destruir el consenso sobre la inmersión lingüística, aun cayendo en el error tan idiota de pensar que el establishment español permitiría que un catalán llegara a presidir el Gobierno. Ahora Ciudadanos vive en descomposición, por el simple hecho de que las élites españolas ya se han lavado la cara y el independentismo se para solo.

Como os podéis imaginar, yo amo a Anna Grau con toda mi alma y, precisamente porque la conozco, puedo afirmar que de todos los alcaldables en Barcelona, si tuviera que confiar las llaves de mi casa a alguien, ella sería la elección más sensata. Yo puedo considerar que sus ideas son muy discutibles, eso da igual, pero también puedo asegurar que Anna es una de las personas más fieles que conozco, y no me extraña que su bondad la haya llevado a encabezar el cartel electoral de una formación a la deriva. Lo destacable de todo esto es que Ciudadanos se presente en Barcelona con una retahíla de medidas que (cultureta aparte) conforman todo aquello que tendría que ser una campaña convergente como dios manda y sin complejos. Por ironías de la vida, el partido que tenía que abanderar el liberalismo español acabará pasando la escobilla de los convergentes en la capital del país. La buena noticia será que un drama político nos devolverá a una gran periodista.

Que tengas buena campaña, mamaíta mía. Cuando acabe todo nos vemos. Quizás tendríamos que volver a reinstaurar el brunch neoyorquino que nos hacía tan felices y, visto el éxito de nuestros caminos, volver a escapar hacia la civilización, tú y yo, que podemos brindar por una Catalunya libre por los mismos y exactos motivos. Ya sabes que te deseo lo mejor, aunque te des un aire un poco convergente (con este eslogan robado a Graupera), y que no nos hayas acabado de enseñar tu espléndida delantera. Por cierto, ya no podremos desayunar en Yaffa. Los socialistuchos de nuestra ciudad de adopción se lo cargaron hace años. Encontraremos un sitio nuevo. Será fantástico.