Tal día como hoy del año 1809, hace 211 años, en Barcelona, el régimen bonapartista ejecutaba a cinco disidentes que habían sido detenidos y encarcelado pocos días antes. Según la acusación y la sentencia condenatoria, los convictos Salvador Aulet, corredor de cambios; Joan Massana y Josep Navarro, rentistas; y Joaquim Pou y Joan Gallifa, religiosos de la orden de los teatinos, formaban parte de una conspiración —llamada popularmente de la Ascensión— que tenía la misión de sabotear el funcionamiento de la administración militar napoleónica en Catalunya. El régimen bonapartista resolvió la ejecución sumaria de Aulet, Massana y Navarro con el método de la horca; y de Pou y Gallifa con el del garrote vil por su condición de religiosos.

El 13 de febrero de 1808 el ejército francés del general Duhesme había entrado pacíficamente en Barcelona y había desplegado una amplia red de agentes bonapartistas que, en poco tiempo, tendrían identificados y vigilados a los elementos de ideología más reaccionaria de la ciudad, considerados los principales opositores a la nueva administración. Sería precisamente uno de estos agentes, el capitán francés Provana, que conseguiría introducirse en el núcleo de la conspiración y, con el jefe de policía Casanova, la desarticularía. Aulet, Massana y Navarro serían detenidos en casa del primero. Y los clérigos, en el convento de su orden en la plaza de Santa Anna. En aquella última operación, conseguirían zafarse los también clérigos Ofarril, Mora, Foxà, Rovira y Morera.

El juicio que siguió a las detenciones, instruido por Madinabeytia —regente de la Audiencia del nuevo régimen— y que precedió a las ejecuciones, dirigidas por el general Porte —comandando militar de la plaza—, tuvo un gran eco y fue objeto de un importante debate social. Y aunque buena parte de las clases mercantiles e intelectuales de la ciudad estaban comprometidas con la nueva administración bonapartista (como, por ejemplo, el comerciante y emprendedor Erasme de Gòmina, uno de los hombres más ricos del país), aquellas ejecuciones fueron duramente reprobadas por el conjunto de la sociedad barcelonesa. Poco después de aquellas ejecuciones, el régimen napoleónico promovió el desembarque de 2.700 funcionarios procedentes de París.