Tengo algunas dificultades, pero estoy a disposición del tribunal. Con estas palabras, el president Jordi Pujol contestaba telemáticamente, desde su domicilio en la ronda del General Mitre, al tribunal de la Audiencia Nacional, cuando se le preguntó si sabía por qué estaba compareciendo ante los herederos del Tribunal de Orden Público. Justamente cuatro días después de los actos del 50 aniversario de la muerte de Francisco Franco y de la llegada al trono de Juan Carlos I, como heredero del dictador a título de rey. La familia del president y sus abogados hubieran preferido otra respuesta, mucho más acorde con su estado de salud: no está en condiciones de seguirlo para poder defenderse, llegado el caso. Pero Jordi Pujol ha dicho estos últimos días que quería defenderse, llevando la contraria a todo el mundo. Sin dar su brazo a torcer. Porque debilitado, frágil, con recuerdos la mayoría de las veces borrosos, extenuado por el calvario de estos años y con enormes dificultades de movimiento, no está dispuesto a dar lástima, ni de su boca saldrá una petición de compasión para ahorrarse el juicio.

El pasado jueves abandonó el hospital en el que había estado ingresado durante seis días por una neumonía, que a sus 95 años siempre es una situación de riesgo. En el informe de los forenses, que lo examinaron por encargo de la Audiencia, concluyeron que no estaba en condiciones físicas ni cognitivas para comparecer en un juicio, ni contaba con la capacidad procesal necesaria para poder defenderse de manera autosuficiente. Pero el tribunal presidido por el magistrado progresista José Ricardo de Prada, que contribuyó a tumbar al Gobierno de Mariano Rajoy y que fue vetado hace unos meses por el bloque conservador del CGPJ como magistrado del Supremo, consideró que eran razones insuficientes, al menos por ahora.

¿Qué sentido tiene enjuiciar a alguien que, aunque se lo condene, no se le podrá hacer cumplir la pena?

Si de Prada tuviese pensado actuar como juez garantista, no hubiese permitido que se enjuiciase a Jordi Pujol. ¡Con la de veces que apoyó excarcelaciones de etarras con enfermedades graves! Y cuando su sala no quería, muchas veces hacía voto particular. Hoy, lamentablemente, no ha actuado así y se ha comportado aparentemente como si se tratara de aplicar un desquite de clase. ¿Qué sentido tiene enjuiciar a alguien que, aunque se lo condene, no se le podrá hacer cumplir la pena? ¿Valía la pena que la humanización del derecho penal saltara por los aires? Mal ha empezado el juicio y esperemos que no sea el síntoma de nada peor. Jordi Barbeta ha hablado de crueldad judicial, y eso que se supone que José Ricardo de Prada es progresista. 

El siempre prudente Jaume Padrós, expresidente del Col·legi de Metges de Barcelona y médico personal del president, ha manifestado su desconcierto e indignación y ha apuntado que la justicia no tiene que ser deshumanizadora. En este caso concreto, es difícil sustraerse a una voluntad de escarnio público de quien ha sido president de Catalunya durante 23 años. De la Catalunya de la identidad nacional catalana, de la lengua catalana en la educación, de la televisión pública insobornable a discursos españoles, de los años más prósperos de bienestar y del promotor de Catalunya, un sol poble, un proyecto político basado en una idea común de país. También hay, en la decisión del tribunal de mantener vivo el caso, una evidente vulneración de derechos, ya que ahora se sabe sin duda alguna que el inicio de la investigación fue ilegal.

Es ciertamente el juicio a una época. Muchos lo han dicho y estoy de acuerdo. Pero no esa que supuso la gobernanza de Catalunya por el president Pujol, como se trata en muchas ocasiones de presentar, en una controversia inventada de una Catalunya opaca y muchas veces corrupta. Es, en cambio, el juicio a una época, la que transcurre entre la humillante sentencia del Tribunal Constitucional en el año 2010, impulsada por la derecha judicial, política y mediática, con la aquiescencia, en parte, del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Aquel fallo dio pie al levantamiento de una parte significativa de la sociedad catalana y la posterior demanda de concierto fiscal, Estado propio e independencia. La respuesta española fue la policía patriótica, la operación Catalunya y la persecución judicial. También condenas, prisión y exilio. Esta época es la que se juzga, y por eso hay en las acusaciones al president Pujol, de manera exagerada e impropia, asociación ilícita, en su caso como director, y se le piden nueve años de prisión.