Cuando Isabel Díaz Ayuso empezó su singladura política ya como cartel electoral, en las autonómicas de 2019, era una imberbe políticamente hablando. Se presentó a aquellas elecciones a la comunidad de Madrid de la mano del breve Pablo Casado, con el que acabaría peleada. Sus resultados aquel mes de mayo fueron muy malos, quedando el Partido Popular segunda fuerza política —22,3% de los votos y 30 escaños— por detrás del PSOE —27,31% de los sufragios y 37 escaños—. El pacto con Ciudadanos y Vox la encumbró a la presidencia, ha ganado unas elecciones intermedias convocadas en 2021 con el 44,3% de los votos y 65 diputados, más del doble que dos años antes y con el mayor número de votos en términos absolutos logrados jamás en Madrid por una candidatura. Ahora, las encuestas la sitúan en la mayoría absoluta, 68 escaños, contando si lo necesita, llegado el caso, con el cojín de los votos de la ultraderecha de Vox y situando a Podemos fuera de la comunidad, donde no tendría probablemente representación. Curioso: allí donde empezó el movimiento del 15-M corre el riesgo de caer en la irrelevancia, mientras en Barcelona su representante, Ada Colau, aparece disputando la alcaldía de Barcelona y las encuestas la sitúan primera, segunda o tercera, pero siempre en cabeza.

Guste o no, Díaz Ayuso es un fenómeno político que merece ser estudiado si se la quiere combatir en serio y ganarle en las urnas. Entre otras cosas porque sus movimientos políticos son siempre muy previsibles, su receta muy antigua y el ejemplo más claro de que un líder político se puede moldear siempre y cuando sea disciplinado y tenga una estrategia ganadora. Y Ayuso la tiene. O mejor dicho, quien mueve los hilos es el preocupante Miguel Ángel Rodríguez. Sus palancas son dos: el madrileñismo, un sentimiento de identidad que actúa como revulsivo de una comunidad geográfica inexistente, pero que se organiza a través del poder mediático y económico de la capital, y confrontarse con el que realmente manda, que no es otro que el presidente del gobierno español.

Nadie conoce el nombre del candidato del PSOE a la comunidad —un tal Juan Lobato, técnico de Hacienda y exalcalde de Soto del Real—, ya que Ayuso se confronta tanto con Pedro Sánchez como con Alberto Núñez Feijóo. MAR ya moldeó a Aznar cuando era presidente de Castilla-León y lo llevó hasta la Moncloa. Esta estrategia no es, evidentemente, nueva. Desde las antípodas ideológicas y con un perfil político claramente mucho más sólido y consistente, Pujol no se confrontaba con Raimon Obiols o Quim Nadal, por citar dos candidatos del PSC a las elecciones catalanas, sino directamente con quien ocupaba entonces la presidencia del gobierno, Felipe González o José María Aznar. Siempre un rival por elevación para hacer invisible el candidato local. Era una estrategia, pero que lo situaba un escalón por encima, algo que fácilmente consigue también Ayuso.

El madrileñismo como fenómeno político tiene poco o nada que ver con otros casticismos y, por ejemplo, con el chotis, el baile más castizo del pueblo de Madrid. Un barniz netamente populista, un alineamiento permanente con los poderosos, una idea de España en la que el catalanismo no solo no cabe, sino que ella misma está dispuesta a combatirlo y encerrarlo si fuera necesario, un antiizquierdismo visceral y unas ganas de acabar al precio que sea con Pedro Sánchez. Un cóctel explosivo y peligroso visto desde Barcelona, pero capaz de aglutinar en Madrid —pero no solo en Madrid— a una mayoría amplísima que se mueve con la pulsión de todo lo anticatalán y ahora también con todo lo que se identifique con el gobierno entre PSOE y Unidas Podemos. Por eso Ayuso ha hecho de Madrid su distrito federal.