Supongo que cada vez que Pablo Iglesias ve en televisión aquel vídeo en que, aprovechando la primera visita de Felipe VI al Parlamento Europeo, corría a su encuentro para ganar protagonismo y entregarle los DVD de la serie Juego de Tronos, lo menos que puede pensar es que en política se puede ser ingenuo pero no tonto. Iglesias explicó que con aquel regalo pretendía que el Rey dispusiera de alguna clave para entender la política en España. No sé en qué temporada de las ocho se debió quedar Felipe VI, ni tampoco con cuál de aquellos siete reinos se identifica, pero seis años después de aquel gesto con el que Iglesias pretendía romper algunos clichés sobre el joven izquierdista producto del 15-M, el líder de Podemos parece estar volviendo al que también se llamó el movimiento de los indignados. Con su partido dentro del gobierno de Pedro Sánchez, Iglesias ha pasado de situar en el disparadero primero al padre ―Juan Carlos I― y ahora al hijo, al que le ha reprochado que no haya condenado la violencia fascista con motivo de la campaña de Madrid.

Pues claro que va a callar Felipe VI, ya que por lo que parece el fascismo no divide a las familias españolas, ni es un peligro para la democracia, ni es un atentado a las libertades. Porque Vox es un partido constitucionalista español, cuando en otras latitudes, como en Alemania, simplemente no hubiera sido ni legalizado. ¿Qué Constitución tiene España que puede dar cabida a un partido como Vox y que persigue de todas las maneras a su alcance al independentismo catalán? No solo judicialmente, sino también política y económicamente. Iglesias vive en su propia carne algo que estaba cantado: para el deep state ir contra el independentismo catalán era una prueba con fuego real de hasta dónde se estaba dispuesto a llegar. Pero no era, ni mucho menos, la última estación.

El llamado constitucionalismo español, y de una manera muy especial la derecha española, se ha apoderado de conceptos como democracia y libertad, dejando fuera de su perímetro a aquellos que sí defienden la democracia y la libertad. Pablo Iglesias vive en carne propia los estragos de aquel paso al lado del poder político en octubre de 2017. En aquel momento, Mariano Rajoy aceptó que el presidente del Gobierno reinara y no gobernara y que Felipe VI reinara y gobernara. No que hiciera las leyes, sino algo más importante, que el poder político quedara desplazado por el poder judicial y la cohabitación pasara de ser entre el Palacio de la Zarzuela y el Palacio de la Moncloa a ser entre la Zarzuela y los titulares de los edificios ubicados en Marqués de la Ensenada ―la sede del Consejo General del Poder Judicial― y la plaza de la Villa ―donde está el Tribunal Supremo―.

Y España está en estos momentos así. Con un jefe del Estado que encuentra protección en la derecha extrema y con un PSOE atrincherado también en el régimen del 78, y únicamente obsesionado con cómo puede aguantar durante el máximo de tiempo posible el Gobierno.