La manera como ha esquivado el gobierno de Pedro Sánchez las acusaciones del excomisario José Manuel Villarejo, lejos de dar luz a un tema de extrema gravedad, agrandan el enorme socavón de falta de credibilidad en que se ha sumido el estado español, que transita en un asunto que acabará adquiriendo dimensiones internacionales ―si no, al tiempo― con un pesado barril de pólvora atado a la cintura. El propio Villarejo, por segunda vez en 24 horas, echó nueva leña al fuego ardiendo del debate que ha abierto con sus acusaciones de vincular al Estado con los atentados del 17 de agosto de 2017. Lo ha hecho con un órdago en toda la regla: "¿Quieren pruebas? Que vayan a mis archivos. ¿Por qué los han declarado secretos? Yo autorizo que se liberen. Tenemos que pensar que la ciudadanía no es menor de edad y no se puede utilizar la ley de secretos oficiales, una ley franquista, obsoleta, de 1968, para ocultarlo todo".

La pelota vuelve así al Gobierno que, cada día que pase con los archivos de Villarejo sellados y sin que puedan ver la luz de la opinión pública, ampliará la sombra de duda sobre lo que sucedió en aquel atentado yihadista, que se saldó con 16 muertos y 140 heridos. Es preciso, por tanto, como un ejercicio democrático absolutamente necesario, que los famosos archivos Villarejo vean la luz. Porque resulta del todo inverosímil pensar que el expolicía decía la verdad cuando desenmascaraba la trama de corrupción de Juan Carlos I; que también la decía cuando se le daba credibilidad y El País titulaba que "Las agendas de Villarejo confirman la operación ilegal para salvar al PP y a Rajoy", y que igualmente la decía cuando el PSOE emitió un comunicado del su grupo parlamentario en el Congreso que utilizó como munición y que estaba titulado "Villarejo asegura que Rajoy estaba al tanto de la operación Kitchen, se mensajeaban y se reunieron varias veces"... y, en cambio, cuando desnuda al Estado y lo pone en la picota revelando la participación del CNI en el atentado del 17-A, es una invención del excomisario.

El estado español y lógicamente los diferentes gobiernos del PSOE y del PP han encumbrado al excomisario jubilado a lo que es: un policía condecorado en innumerables ocasiones por realizar servicios especiales al Estado, lo que le ha permitido despachar con ministros y ser poseedor de secretos que pueden desestabilizar desde la Corona al PSOE, al PP y a las empresas. Y que, ahora, acorralado por los que antes le protegían en las cloacas policiales, amenaza con tirar de la manta. Ese es Villarejo: un granuja que tiene demasiadas cosas delicadas y secretas en sus discos duros, que obviamente dispone de material no incautado aún por la policía o simplemente copiado con el que poder chantajear al estado.

Es obvio que, a estas alturas, con lo que ha declarado Villarejo en sede judicial, es imposible ocultar por más tiempo el escándalo de sus acusaciones. Tiene que haber una exigencia democrática por saber la verdad y, si es necesario, recurrir a las instancias europeas. Porque, mientras no se sepa, el estado español quedará lastrado por unas acusaciones que son gravísimas y que se tratan de esconder en unos archivos declarados secretos. No debería llevar esta mochila un gobierno que se autoproclama el más progresista de la historia, ni tampoco una formación como Unidas Podemos, que surgió para regenerar la vida pública en España.

Pero tampoco debería llevar esta carga ninguno de los partidos independentistas catalanes que por acción o por omisión protegen el silencio del gobierno español. Abramos los archivos de Villarejo de par en par y caiga quien caiga. Porque la política son acciones y no declaraciones ―por mucho que guste salir en los medios a sus señorías― y la sospecha de que no se sabe toda la verdad de lo que sucedió en aquel atentado que dejó 16 cadáveres en Barcelona y Cambrils no puede tener cómplices. Ni por activa, ni por pasiva.