Los congresos de la mayoría de los partidos sirven para dos cosas: comprobar la adhesión al líder y recoser heridas. Claro que hay otro tipo de congresos, donde los navajazos llegan hasta la misma jornada de la votación, pero eso solo sucede, normalmente, cuando las opciones de alcanzar el poder son escasas. Eso vale para todas partes y es igual en Madrid y en Barcelona. El PP se peleó a muerte en la sucesión de Rajoy en 2018, entre Casado y Soraya, y aún sigue en la oposición. El PSOE tuvo una situación similar en 2012 con la batalla entre Rubalcaba y Carme Chacón, fallecidos ambos, y no volvió al Gobierno hasta la moción de censura de Pedro Sánchez. También hemos visto situaciones antagónicas como la que ha vivido recientemente el PSC con la designación de Salvador Illa como primer secretario o los plácidos congresos de Esquerra Republicana. Viendo un congreso se puede vaticinar o, al menos intuir el futuro que le espera al partido.

Este fin de semana, en Sevilla, el PP intenta pasar página lo más deprisa posible a la etapa de Casado, como si no formara parte de su historia, como si hubiera sido un accidente. Se enfrentó a Isabel Díaz Ayuso y perdió la batalla aunque queda la incógnita sobre si su rival podrá ganar la guerra o si perecerá en un próximo enfrentamiento. Sea una cosa u otra, Casado es, hoy por hoy, un muerto viviente y por eso es más aplaudido que nunca en el PP. El ya ex presidente del PP, que dejará a partir del lunes el escaño, como todos sus predecesores, se reivindicó entre recuerdos a que su partido había sido el único que había parado dos golpes de estado, olvidando que por más que el partido de la gaviota lo repita, esa tesis al hablar de la declaración de independencia del Parlament de Catalunya no la compró ni el muy conservador Tribunal Supremo. Que no es poco decir. Como tampoco la rebelión que dejó en sedición, que no es lo mismo aunque tampoco la hubiera por más que lo sentenciara el TS. Aunque pasa siempre, no deja de ser un ejemplo de la condición humana cómo la legión de verdugos que tuvo le aplaudían generosamente.

La llegada de Feijóo, que en parte no es otra cosa que un retorno al marianismo, llega precedida del enésimo mensaje de aspirar a ser un centro moderado. El gallego, como todos los gallegos que han ocupado su cargo, es de derechas o muy de derechas, pero no de centro. Esa careta ya cayó validando el acuerdo entre el PP de Castilla-León y Vox para gobernar, y se volverá a ver, si tiene la oportunidad de hacerlo, tras las elecciones andaluzas que aún no tienen fecha pero han de ser este año. Que hable gallego en Sevilla, cosa que también hacía Fraga, tiene escaso valor político en 2022, una vez ya hemos visto la posición de su partido en Catalunya o en Baleares. Al final, no es más que una visión actualizada de aquel Aznar que aseguraba que hablaba catalán en la intimidad y que, a partir de la mayoría absoluta del año 2000, cerró el grifo autonómico e inició la persecución del modelo de escuela catalana.

Feijóo, un producto político de Galicia, donde obtiene mayorías absolutas o casi, no lo va a tener fácil en Madrid. Si no da juego a Ayuso, los medios que la presidenta del PP controla, que no son pocos y, sobre todo, en papel, si exceptuamos El País, son todos los demás, no le van a dar tregua. Si se acerca a Sánchez, eso que quiere una parte del Ibex, tendrá también su ración de estirón de orejas aunque, por primera vez no es descartable de que Feijóo acabe siendo la persona imprescindible para una gran coalición con el PSOE. La derecha política española, siempre cainita, tendrá que hacer acopio de paciencia si no quiere perecer antes de la batalla. Respecto a Catalunya, nada cabe esperar. Pero bueno, en eso estarán de acuerdo con el PSOE, algo que no es ninguna novedad aunque es más cómodo mirar hacia otro lado que irlo recordando.