Aunque no era necesario que los diputados de los comunes en el Congreso se abstuvieran este jueves ante una propuesta de Esquerra Republicana, que reclamaba la negociación de un referéndum pactado entre Catalunya y España para saber exactamente dónde estaban, lo sucedido sí que debería contribuir a poner algo de luz a las negociaciones para confeccionar una mayoría parlamentaria y de gobierno a la vista de los resultados electorales del pasado domingo. Los electores votaron tozudamente un gobierno independentista, con una prelación diferente a la que había hasta la fecha, ciertamente, y otorgaron a la CUP un papel no menor, ya que no solo sus votos son necesarios, sino que más que dobló su representación parlamentaria. Pero no expresaron ningún cansancio respecto al gobierno bipartito de los últimos años —y eso que motivos había de sobras—, ya que la pérdida de un diputado entre las dos formaciones, ERC y Junts (han pasado en conjunto de 66 a 65 escaños) no permite extraer esta conclusión si no es a partir de los legítimos intereses que cada una de ellas pueda tener.

La aritmética y la política permiten, ciertamente, muchas cabriolas, sobre todo en los primeros días, en que el verbo inflamado aguanta cualquier análisis por exagerado que sea. Parece, sin embargo, que poco a poco el suflé empieza a bajar y entonces todo ya no es posible. El aspirante socialista, Salvador Illa, ya sabe a estas alturas que no será president de la Generalitat. No tiene los votos suficientes para sacar su investidura adelante y, como sucedió en 2017 con Inés Arrimadas, su victoria del 14-F no tiene consecuencias prácticas. El único presidenciable con opciones es Pere Aragonès, el candidato de Esquerra Republicana, que fue la formación independentista más votada y sobre la que recae la responsabilidad de armar un gobierno.

No será con una alianza con el PSC, tampoco con los votos de sus 33 diputados, lo que se ha descartado categóricamente y que han rechazado hasta la saciedad Aragonés y Junqueras. A diferencia del 2003 y 2006, esta piscina está más que seca y en las últimas fechas las desavenencias entre ambos partidos han ido a más, quién sabe si con la (no) concesión de los indultos como telón de fondo. También se ha especulado con una alianza entre ERC, la CUP y los comunes —los que se abstienen en la votación sobre un referéndum pactado— que llegaría a 50 parlamentarios. Esta fórmula, si cuajara, ni tendría la mayoría absoluta en primera votación (68), ni la mayoría simple —más votos afirmativos que negativos— en segunda votación. Ni la mejor de las calculadoras da hoy un resultado que permita la luz verde a esta opción.

Descartadas entonces todas estas opciones, solo queda que Esquerra y Junts se sienten a hablar sin vetos y con voluntad constructiva. El desencuentro de los últimos tiempos debería ser un buen punto de encuentro de lo que no se puede volver a repetir. Pero la deficiente gestión en algunas áreas también. La política catalana tiene un exceso de teatralización y de contorsionismo. Lo hemos visto en el pasado reciente con números desconcertantes que a veces se parecían más al Polònia que a las películas de Hitchcock. El momento de los deseos ha pasado y los electores han hablado. Han dado una fuerza muy amplia al independentismo en unas circunstancias muy difíciles y han dejado claro que  ahí están, que ahí siguen, vigilantes de lo que hacen sus representantes políticos.