A un muy buen amigo mío que se maneja muy bien en los círculos de poder madrileño le comenté ayer: "A este paso, el rey emérito no tendrá más remedio que exiliarse; el clima político en España sobre la corrupción de la familia real ya es irrespirable". Fue a raíz de que se conociera la existencia de la firma del rey Juan Carlos en un documento secreto de la sociedad de Panamá Lucum Foundation, la cual servía para actuar de pantalla de una cuenta suiza del banco Mirabaud en la que se había ingresado "una donación de 64.884.405 euros hecha por el rey de Arabia Saudí en favor del rey de España". Para mi sorpresa, la respuesta de mi interlocutor no solo no fue afirmativa sino que, sin titubeos, la rebatió: "Al revés: por el cariz que llevan las cosas, el único sitio en el que estará seguro, judicialmente hablando, será en España". 

¿Qué quería decir con ello? Pues que, lejos de mi ingenuidad pensando que un exilio en un lugar tranquilo del Caribe bien podría servirle al rey emérito para acabar sus días, quizás ese paraíso soñado del que tanto se ha hablado, con tantos tratados de extradición a lo mejor es que ya no existe. Y que, en cambio, en Madrid, podrá estar recluido, aburrido y triste -como aseguran que se siente quienes han tenido acceso a él- pero, en lo que respecta a la evolución de su caso, judicialmente hablando, es donde estará más seguro. Mi amigo se basa en que poco o nada sabemos de las intenciones de la fiscalía del Tribunal Supremo y que la telaraña tejida desde antes de 2014 -fecha de la abdicación del monarca- y los últimos años acabará dificultando muchas de las investigaciones en curso. Por cierto que en ello está la fiscalía del mismo Supremo -en este caso el fiscal delegado en materia de delitos económicos no los de la Sala Penal- que con tanta celeridad acusó, por ejemplo, a los Jordis -Sánchez y Cuixart- de rebelión por subirse en un jeep de la Guardia Civil y reclamar a los manifestantes que se fueran a su casa.

Si terrible es el documento conocido, mucho más grave es el silencio de padre e hijo y, por extensión, del poder político, cuyos principales responsables ya han dado muestras más que sobradas de que este melón no se va abrir en ninguna de las instancias en que ellos acaben siendo decisivos. Los esfuerzos de la Moncloa para señalar que los casos de corrupción no tienen ni repercusión ni impacto sobre Felipe VI son un insulto a la inteligencia y una manera de degradar la democracia española con comportamientos, cuando menos, muy distantes de la ética exigible. El silencio del vicepresidente y líder de Podemos, Pablo Iglesias, no es tampoco mucho más alentador.

Hay un aspecto del documento, firmado en 2011 y rubricado por Juan Carlos I, que es especialmente revelador de la sociedad limitada entre padre e hijo. Es el que hace referencia a que, llegado el momento y tras la muerte del rey emérito, Felipe VI debía cumplir una serie de condiciones para poder disponer del dinero y que pasaban por garantizar el mantenimiento de toda la familia real, empezando por su madre y siguiendo por sus hermanas y los hijos que tengan o pudieran tener en el futuro. Felipe VI, en un breve escrito, cuando se empezaron a conocer los primeros detalles del escándalo, dijo que renunciaría a ese fondo, una medida que además de no ser posible en vida de su padre, acaba solucionando bien poca cosa ya que el dinero de comisiones ilegales seguiría siendo de la misma familia aunque otro de sus miembros fuera el encargado de gestionarlos.

La madeja se ha hecho ya demasiado grande. Solo falta por conocer cómo será el final.